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Columna
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Una rara elegancia

Que La aventura del tocador de señoras, su novela de ahora, es una gamberrada literaria de Eduardo Mendoza fue un desvelamiento de su amigo Azúa, pero en nuestra conversación pública del domingo en la radio -qué raro, Mendoza en la radio- el autor aceptaba con gusto la etiqueta. Porque sea cortés como no se lleva, atildado y pulcro en el vestir sin pretensión de relevancia, y por eso mismo relevante en un gremio de desaseados, no hay que extrañarse de que Mendoza perpetre gamberradas. Al contrario: no hay más que verlo sonreír bajo el orden impecable de su bigote blanco para dar por sentado que la picardía de esa sonrisa no pertenece a un hombre de orden estricto.

Además, incurrir en la observación obvia de que se desdobla, como todo creador, en sus personajes atenúa mucho su responsabilidad en el disparate, pero no sé si es eso lo que quiere Mendoza, divertido, si se deja llevar por cualquier loco que se le presente de pronto sobre el folio en blanco o si pone a raya a su personaje y lo maneja a su antojo como a un títere. Sea como fuere, entra en el disparate y, como me dijo, detrás de un disparate viene otro; esta diversión no obedece a planificaciones previas.

Lo mejor de la broma de un caballero desatado como Mendoza es su eficacia crítica, sin que sea necesario aclarar en este caso lo que se da por descontado: la eficacia literaria, esa que produce por su lenguaje emoción o risa. La risa, en realidad, es una forma de gratísima emoción. Pero hasta en eso es raro Mendoza: hace reír con recursos paródicos nada habituales en una literatura poco dada a la risa y a veces entregada a la risa zafia o torpe. Además, nos libra de la caspa ambiental sin aspavientos, sin el griterío que por estos lares emplean los solemnes casposos que, sin pasarse la mano por sus propios hombros, ven caspa en los otros. Se diferencia Mendoza de estos especímenes en la risa que le produce la solemnidad literaria y mantiene una distancia natural que lo exime de asomos de pedantería en el trato y en relación con los libros. Su intensa vida de extranjero ha debido ayudarle a conseguir esa mirada atenta y a la vez lejana de curioso paseante por libre de Barcelona al que muchos envidian su elegancia.

La elegancia verdadera está reñida con el disfraz de los trascendentes y rara vez queda sólo en una forma de vestir o en unos modos más o menos correctos. Y en un caso como el suyo, de escritor inteligente, las buenas maneras terminan circulando por el texto. Pero no siempre se envidian esas formas y en algunos casos tampoco se disculpan. Si él ha tenido mejor suerte es porque no faltan arte y equilibrio en sus rarezas.

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