Persuasión de la impostura
Ahora sabemos que el uso íntimo del catalán por Aznar aludía a sus charlas gerundeses con Josep Pla
Alguien se equivoca sin remedio en la presentación de los grandes sucesos venideros. Mientras la intrépida subsecretaria de Cultura firma por interpósitas personas (gente que une a su manía de hacernos creer que sabe leer y escribir la pasión devastadora por el adjetivo hiperbólico) un farragoso artículo tratando de convencer a todo el mundo de que la Bienal urdida para su Valencia será el acontecimiento mundial de todos los mundiales de fútbol, su comisario principal, ese Settembrini que prefiere no hacer honor ninguno a la novela de Thomas Mann, larga sin recato sobre el evento en términos de tendero y un tanto a la manera del Carpanta de posguerra, mencionando estimulantes plataformas publicitarias para nuestro gobierno autonómico que cifra en no menos de 800 millones de impactos en la prensa internacional (a un quilo más iva viene a salirnos cada encontronazo), por lo que bien se puede pensar que como en cualquier otra guerra de sucesión se trata de contabilizar el número de impactos producidos aunque no se precise con exactitud contra qué clase de enemigo y a costa de cuántas bajas. Sobran los comentarios ante tantas alegrías, aunque no la sugerencia de que si a nuestros entusiastas representantes culturales no les venden la torre Eiffel es sólo porque el timo está muy visto en las películas italianas de pícaros urbanos. La flor desnatada del arterío local, por su parte, está trinando con un proyecto que aplazaría el apasionado reto de su animadora para entusiasmar a la plástica autóctona con interminables abordajes por los siete mares, de modo que ya se contabilizan las primeras bajas de una guerrilla que lo mismo adopta aires de revuelta.
Dejemos de lado ese magno festival en tanto lleguen los idus de junio y vayamos a los libros. No se si habrán caído en que ha bastado con que Eduardo Zaplana diera la cara, y bien dada, en Madrid presentando un libro de más que dudosa autoría, para provocar el contraataque inmediato de Josemari Aznar, con Nando Sánchez Dragó como coartada de culta celestina en la tele de todos. Es curioso que la persona -el del bigotito- que no mucho antes de la unión de Tejero y Milans del Bosch como pareja de hecho ante el altar sagrado de la Patria destilaba un articulismo provinciano de inequívoco sabor joseantoniano, se decida ahora por consagrar a la Generación del 27 ('recuérdalo tu y recuérdalo a otros', se cansó de decir un escéptico Luis Cernuda con el que La Moncloa de ahora mismo proclama estar de acuerdo), en la que no se yo si, dada su vocación internacionalista en tiempos de globalización, incluirá también a Pablo Neruda ('De cada niño muerto nace un fusil sin ojos que os buscará un día el sitio del corazón'). No diré que Aznar está en franca desventaja al no poder responder a la falsa autoría de un libro emblemático con otro de cosecha impropia, y en todo caso le supongo mejor aconsejado por sus asesores que a Zaplana. Pero sí que al utilizar de ese manera al antiguo anarquista de corazón entregado a las causas mágicas lo arruina para siempre en lo que queda de su credibilidad, por usar uno de los términos preferidos por lo que queda de Fede Losantos Bahamonde, el Águila de Teruel. A nadie -salvo a Pere Gimferrer o a Paco Brines- le da por reivindicar a Juan Ramón Jiménez, pero el the go between literario del presidente leyó en su día al poeta sin enterarse de nada, confundiendo el soneto con la rosa como sujeto del famoso 'No le toques más'... Será porque esta gente, más que tocar, magrea. Lo mejor de ese programa -que con tanta temeridad incluye la referencia al negro en su título- fue el tedioso manoseo de gafas que se llevaban el admirador tardío de Josep Pla y el dudoso autor de una historia mágica de España que se clausura, algo desmayada, en el desván de Moncloa. Ahí se cierra uno de esos senderos que fingen bifurcarse para aturdir a los incautos.
A Aznar le pasa con la literatura que dice frecuentar lo que a algunos de nuestros novelistas locales, que se verían en un aprieto si tuvieran que responder en serio sobre la sustancia narrativa que distingue a Proust de Faulkner, a Kafka de Benet. Cosa distinta es un Zaplana cualquiera que presenta como propio un libro escrito a muchas manos por designios de Estado, con lo bien que lo habría hecho Gironés, y en el que sería difícil encontrar alguna idea digna de ese nombre. Esa prosa de funcionario subalterno, más propia de monosabio que de matador, es en todo consecuente con sus trabajosos refritos de trastienda. La pregunta ociosa sobre una autoría difusa hay que desplazarla hacia la interrogación sobre los mandamases de un partido que dan por buena la disposición de nuestro Molt Honorable a hacer el papel de teorizador por cuenta ajena de un mudable concepto sobre el acierto de España al confiar sus ahorros a los populares. Igual estamos a las puertas de la tercera transición anunciada en los secretos de Fátima.
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