Lidiar con Sadam
Con el primer ataque de sus aviones en las cercanías de Bagdad desde hace más de dos años -fuera, por tanto, de las zonas de exclusión aérea-, el presidente George Bush acaba de señalar que el componente militar será importante en la nueva política estadounidense hacia Bagdad. La escalada, que Washington y Londres han calificado de acción rutinaria contra amenazadoras instalaciones de radar, viene a confirmar el 'renovado vigor' de EE UU contra el régimen de Sadam Husein, que el general Colin Powell anunciara inmediatamente después de ser designado secretario de Estado. Powell va a tener un estreno complicado durante su inminente primer viaje a Oriente Próximo como jefe de la diplomacia de su país.
Las sanciones impuestas por la ONU hace 10 años al régimen de Bagdad por su invasión de Kuwait han ido debilitándose. Mientras permanece clara la determinación de Sadam, un corredor de fondo, para aprovechar cualquier resquicio que permita su rearme, el frente diplomático que permitió el acuerdo del Consejo de Seguridad se ha resquebrajado en los últimos tres años. Los datos recientes son reveladores: al aeropuerto de Bagdad llegan cada vez más vuelos, europeos sobre todo, cuyo cargamento no se ha inspeccionado; el dictador iraquí consigue exportar clandestinamente abultadas cantidades de petróleo; el espionaje por satélite muestra la reconstrucción de instalaciones donde se sospecha la fabricación de armas prohibidas. Los expertos creen que una buena parte de los barcos que llegan a Irak eluden los controles previstos en el programa petróleo por alimentos, el acuerdo que permite a Sadam vender crudo siempre que los ingresos correspondientes estén bajo el estricto control de las Naciones Unidas. El estado de sitio se cuartea.
Una parte clave de este fracaso se ha producido en el propio Consejo de Seguridad, donde Rusia, China y Francia (París exigió ayer en términos secos una explicación a Washington por el bombardeo), cada uno por sus motivos, se han venido oponiendo al mantenimiento de unas sanciones que a pesar de su rigor han demostrado escasa eficacia, y que, sin embargo, han tenido un efecto devastador sobre los iraquíes sometidos a la férula del déspota. De otra parte, los países árabes vecinos, cuya cooperación resulta imprescindible para garantizar un embargo eficaz, están ahora mucho más interesados en castigar a EE UU por su papel proisraelí en la segunda Intifada que en el mantenimiento de un impopular castigo contra Irak. Viejos enemigos como Siria o Irán hablan de reanudar relaciones. Incluso Turquía, miembro de la OTAN y aliado indiscutible de Washington, protestó ayer por los ataques cercanos a Bagdad.
Hay pocas dudas sobre la necesidad de impedir el rearme ofensivo iraquí. En este sentido, Washington y sus aliados harán bien en mantener bajo estrecha vigilancia la capacidad del recalcitrante Sadam para volver a amenazar una región ya al borde del incendio. Pero es necesario, antes de que la frágil unidad aliada se rompa definitivamente, adoptar de común acuerdo fórmulas más flexibles para otros aspectos del embargo que están penalizando de forma terrible a la inocente población civil. Éste es el verdadero agujero por donde ha hecho agua el régimen de sanciones.
Lidiar eficazmente con Bagdad -a la postre, Sadam ha durado más que Clinton- exige un esfuerzo de inventiva y cooperación y la eliminación de represalias innecesarias. Merece la pena explorar a través de las Naciones Unidas la posibilidad de un acuerdo que vuelva a permitir, a cambio de una abierta mejora de las condiciones de vida, la fiscalización de los arsenales iraquíes, en blanco desde que fueran expulsados, hace más de dos años, los inspectores de la ONU. Otro punto revisable son las acciones de castigo aéreo fuera de las zonas de exclusión. Matan inocentes, dan argumentos al dictador y no sirven para nada relevante, aparte de distanciar peligrosamente a Washington y Londres del resto de sus socios occidentales.
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