Espectáculo insólito
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Como si el hombre que actúa por dentro de él se defendiera del que inevitablemente se exhibe en su oficio de actor, Javier Bardem se atrinchera en el solitario que dialoga con sus personajes sin olvidar la cortesía que le exige el afecto del público que mira. Lo sitúan en el camino del Oscar y va y se achica y camina despacio y recomienda prudencia. El miércoles, cuando volvía de su resaca de la celebración íntima, rehuía con firmeza la estúpida fascinación por los espejos de la fama. Claro que quiere ganar, y no lo oculta, pero los focos del éxito le aturden. Quiere ganar por lo que supone de alivio para la inseguridad del perfeccionista que es, pero los premios no consiguen, sin embargo, asegurarle que lo haya hecho bien del todo, le confunden. Quizá agradezca lo que un premio tiene de examen, pero somete el resultado a dudas y no se le escapan los factores ajenos a su estricto trabajo que puedan influir en el juicio del que lo elige. Sabe a su oficio sometido a la tiranía de la fama y rechaza el hambre con que la fama persigue a sus víctimas para devorarlas. No le gusta la fama, aunque de no tenerla al modo en que la precisan los actores tendría que reconocerse en el fracaso, y supongo que quien como él lleva con elegancia el triunfo estaría a la misma altura en las derrotas. Por eso se confiesa contradictorio en el deseo de la fama y al tiempo en su rechazo. Las contradicciones, sin embargo, explican más que ocultan a quienes las reconocen pronto. Y a su edad, confundidas con entusiasmos juveniles, no suelen aflorar esas contradicciones que los maduros engreídos reprimen con una patética autosatisfacción que delata las penosas caricaturas de sus egos. Bardem es un escéptico de 32 años, raro espécimen. ¿Es ese escepticismo un resultado de la lucidez o es la lucidez la que lo hace escéptico? Le debe dar lo mismo. No obstante, también se preocupa cuando en público se muestra escéptico ante el éxito, como si temiera que en esa desconfianza pueda haber coquetería. Teme que la humildad también moleste y desecha las comparaciones con sus colegas cargando méritos en la balanza del otro. Pero no hay en Bardem modestia falsa, sino un orgullo íntimo que busca que la obra camine separada de otros brillos externos. Por lo demás, resultar un sólido buen chico, ponerse en entredicho, demostrar talento al explicarse, y ejercer sin quererlo una pedagogía de la vida, tan oportuna en este tiempo sobrado de pretenciosos y pedantes, es un insólito espectáculo en el 2001. Pero será mejor no insistir en esto, porque si algunos llegan a la conclusión de que este tío es un tío ejemplar, o le declaran la guerra o se lo toman a risa.
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