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La industria farmacéutica
Columna
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El escritor decente

John Le Carré detesta el periodismo actual (no concede entrevistas a los diarios británicos desde que le atribuyeron visitas a la India para consultar a un guru), pero aprecia a los periodistas que hacen bien su trabajo. Nacido David Cornwell hace 69 años en Poole, Dorsetshire (Inglaterra), Le Carré constituye un caso único: utilizó su propio nombre mientras trabajó como espía, pero utiliza un seudónimo desde que escribe ficciones. O, para decirlo en palabras suyas: 'Entretener a los lectores, haciéndoles pensar, porque no hay entretenimiento sin inteligencia'.

Inteligencia: la palabra que mejor le define. Aunque podrían añadirse otras: ingenio, interés por lo que sucede, insobornabilidad, compasión. Tiene el aspecto de un patriarca, y podría serlo porque sus cuatro hijos le han dado, hasta el momento, diez nietos; y está, además, el hijo que su primera esposa ha tenido de un nuevo matrimonio con el que los Cornwell mantienen estrecha relación. También podría ser un ermitaño: vive la mayor parte del año en la escarpada y bellísima costa de Cornwall, en una propiedad que en otro tiempo fueron casas de pescadores. Posee un jardín en donde instala las esculturas que se regala, una por libro. Dieciocho hasta el momento.

La familia creada es importante para John Le Carré porque la que recibió fue dolorosamente infrecuente: una madre que se largó cuando él tenía cinco años y un padre, a cuyo cargo quedó, singular estafador que en no pocas ocasiones fue huésped de presidios. 'Una mala infancia es la mejor cantera para el escritor', suele decir, citando a Graham Greene.

La suya fue una infancia marcada por la huida de las casas que el padre no podía pagar. Sin embargo, el niño David frecuentó, con su hermano menor, buenos colegios: el padre quería que se hicieran abogados. Hizo el servicio militar en el departamento de inteligencia y, posteriormente, fue reclutado por los míticos MI5 y MI6.

Cuando prepara un libro se pone en la piel del más ignorante de sus personajes e inicia una investigación. Así han surgido, tras su prolífica saga sobre el espionaje en la guerra fría (que dio origen a dos personajes inolvidables: George Smiley y Karla), novelas como Nuestro juego (los conflictos del Cáucaso), El sastre de Panamá (las autoridades de allá le detestan) y Single & Single, sobre las mafias rusas. Y ahora, este El jardinero constante, pieza maestra sobre la codicia de los grandes laboratorios, con África como escenario y un personaje, Justin Quayle, trágica figura que da cuerpo a uno de sus temas obsesivos: la decencia individual ante la indecencia de los poderosos.

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