'Citatini, Evviva Sant'Aita!'
Catania, lunes 5 de febrero, festividad de Santa Ágata, patrona de la ciudad. Santa Ágata -o Aita, como dicen los cataneses- es, entre las vírgenes y mártires del santoral romano, una criatura de un peso considerable. Es lo que en astronomía se conoce como una estrella fija. Al parecer, Ágata era una moza hermosísima -entre los 15 y los 20 años cuando su martirio-, de noble familia, cristiana, catanesa, los Asmari -aunque hay quienes reivindican un origen romano (los Colonnesi) o palermitano (los Altiflores, y también los Anzalone)-, la cual volvió loco, literalmente encoñado, a un procónsul de nombre Quinciano. Corría el año 251 y en Roma, en el mundo, mandaba Decio, un emperador que junto a Nerón y Diocleciano se hizo célebre por su saña con los cristianos. Cuando Quinciano se vio rechazado por la moza, montó en cólera y le ordenó que adorase a los dioses paganos, a lo que Ágata se negó: '¿Yo adorar a unos ídolos de barro, adorar a una Venus impúdica y un Júpiter adúltero?', le dijo la moza al procónsul. 'Si no te avergüenzas de ello, te auguro que tu mujer será como Venus y tú acabarás como Júpiter'. Y la moza fue sometida al tormento. Le hicieron todo tipo de cafradas, hasta arrancarle los pechos mediante el suplicio del strappo -por eso, en las estampitas la santa sale con unas tenazas en la mano derecha-, y en vistas de que la moza se mantenía firme y valiente, la quemaron viva. Y expiró, dicen, perdonando a sus verdugos. Entonces se produjo un terremoto, dos sicarios del próconsul murieron sepultados por un muro y Quinciano cagando leches se las piró con su caballo para terminar ahogándose en el Simeto, un caudaloso riachuelo.
Son las nueve de la noche del lunes 5 de febrero, y estoy, con María Jesús de Elda y mi amigo Sandro Castro, nuestro Virgilio, en un balcón barroco, tripudo, de un palazzo de Via Etnea, esperando que pase la santa.
Via Etnea, el salotto de los cataneses, es, para que se hagan una idea, como La Rambla de Barcelona más el paseo de Gràcia hasta culminar en la avenida del Tibidabo, sólo que en Catania el Tibidabo es el Etna, el volcán, allá, a lo lejos -y, sin embargo, tan cerca-. Un recorrido de unos 3,5 kilómetros a escala catanesa, no barcelonesa. Estamos en el barroco, tripudo balcón aguardando a que pase, bajo nuestras narices, la santa, que al parecer ya ha salido del Duomo y está por enfilar Via Etnea.
La calle, toda Catania, huele a caramelo, el caramelo para hacer el guirlache. Huele a caramelo y a cera, como Sevilla, mi Sevilla, huele en Semana Santa a azahar y a cera. Luego, al caramelo y a la cera se añadirá, en Catania, el olor a carne de caballo, al tradicional bocata de caballo, con aceite de oliva y orégano. Pero lo que me llama la atención es la cera. El cirio del penitente, del cofrade sevillano, en Catania -donde también los hay-, se ve mayormente sustituido por un tronco de cera, de cirios, que puede pesar 50, 100, 150 kilos, y aún más, llevados a cuestas, encendidos, por unos forzudos muchachos y no tan muchachos, incluso sesentones -ayudados por un hijo o un pariente-, vestidos con un sayón blanco y un gorro negro, a los que veo correr por la Via Etnea como una marabunta de blancas y luminosas hormigas, mientras, me dicen, se aproxima la santa.
La santa, montada en su paso, la vara, avanza lentamente por Via Etnea, arrastrada por un par de cuerdas de las que tira un regimiento de sayones blancos y negros gorros al grito de: 'Citatini, Evviva Sant'Aita!'. O, si ustedes prefieren: 'Citadini, viva santa Ágata!'. Y como los mozos de Catania están por la globalización, o la pereza, incluso los hay -la mayoría- que en vez de 'citatini' o 'citadini', optan por soltar un afónico y ridículo 'scit-scit', y se quedan tan tranquilos. Y en esas llega la santa, la reliquia de la santa, de la cabeza a la cintura, no sé si con pechos o sin ellos, pero toda ella recubierta de joyas, con más medallas que un mariscal soviético, con la corona que, según dicen, le ofreció Ricardo Corazón de León, de camino o regreso de la Cruzada, tras la que se dice que se oculta la calavera de la santa. Evviva, evviva Sant'Aita.
En el paso, montados en la vara, junto a la santa, dos curas: uno puede ser un diácono, o incluso un canónigo, o aspirante a canónigo; el otro un cura de a pie, tal vez un sacristán. El sacristán recibe los cirios que los fieles cataneses le entregan para que quemen un ratito junto a la santa -antes de ser cambiados por otros y terminar todos convertidos en cera-dinero para la santa o para la Santa Iglesia Católica y Apostólica y Siciliana, catanesa para más señas-; y el diácono / canónigo, o aspirante a la canonjía, recibe los billetes, liras, o dólares, que los fieles cataneses, llegados de las cinco partes del mundo, le entregan, y que el diácono / canónigo introduce en una hucha / caja fuerte colocada junto a la incipiente cadera de la hermosísima moza, convertida ya en santa Ágata, con su extraordinaria sonrisa.
Santa Ágata cruza bajo nuestro barroco, tripudo balcón. Sandro se santigua y nosotros con él. Tras la santa aparece la intendencia: dos racimos de globos -Pokémones y algún que otro Calimero- y tres carros con pipas, guirlache, y esos limones, enormes, de Sicilia, dulces, dulcísimos, que se ofrecen a rodajas con un puñado de sal. Evviva, citadini, evviva Santa Agata!.
En su escrito Feste religiose in Sicilia (incluido en La corda pazza), Leonardo Sciascia habla de los santos y las santas sicilianas, más potenti que Dios, por haber sido más mortales, más cercanos a la tierra. Y echa mano del proverbio siciliano: 'Ncapu a lu re c'è lu vicerè' (encima del rey está el virrey). No sé si santa Ágata, aquella hermosísima moza, estaba o no por encima de Dios, o de Cristo, pero sí es cierto que, para los cataneses, su santa les protegió de la lava del Etna, de los terremotos, de las pestes y de la brutalidad de los ejércitos invasores, un siglo tras otro. Y que junto a ella crecieron, en la falda del volcán, las setas, las alcachofas, las mandarinas, los limones, los tomates, la uva y el vino. Y los cannolli alla ricotta, y las cassatelle de santa Ágata, que Sandro, María Jesús y yo nos zampamos en la barra de Savia o de Spinella, en la misma Via Etnea, mientras, agradecidos, gritamos: 'Evviva Sant'Aita'. (Continuará).
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