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Lo que es, no es verdadero

La frase del título es de Ernst Bloch ('Was ist, ist nicht wahr'). Y, si no la entiendo mal, viene a decir lo contrario de lo que afirma Mario Vargas Llosa en su artículo ¡Abajo la ley de gravedad! (EL PAÍS, 3 de febrero de 2001), donde se atreve a proponer la siguiente ley histórica: 'El progreso social y económico está en relación directamente proporcional al aburrimiento vital que significa acatar la realidad e inversamente proporcional a la efervescencia espiritual que resulta de insubordinarse contra ella'. Como verificación empírica de esa ley contrapone la prosperidad de Suiza (un aburrido país de ciudadanos realistas que sólo han logrado inventar el reloj cucú y la fondue) con el subdesarrollo de América Latina (cuya creatividad se alimenta de vivir siempre en pugna con la realidad).

Todo el mundo tiene el derecho de tener su propia ideología: lo que parece excesivo es este empeño de sacralizar esa ideología identificándola con la realidad misma, de tal modo que cualquier intento de disentimiento sea arrojado al círculo infernal de las utopías fantasiosas. Una de las características de esta confusa posmodernidad que estamos viviendo consiste precisamente en esta sacralización de los hechos, que amenaza con sofocar cualquier capacidad de crítica. Los hechos podrán gustarnos o no -se dice- pero no podemos escoger entre aceptarlos o rechazarlos, se imponen tozudamente y exigen que se los acate independientemente de nuestras preferencias. Nada más sensato, por tanto, que apoyar nuestras decisiones sobre la sólida base de los hechos, abandonando, si es necesario, nuestros gustos, deseos e ideas personales. Y abandonando también, por supuesto, toda intrusión de la ética. Es sabido que la realidad no es buena ni mala, simplemente 'es'. Mientras que la ética pretende introducir un criterio valorativo que sólo puede encontrar fundamento en ese mundo de los deseos estériles que mencionaba antes. Es decir, puesto que la realidad se impone, ahorrémonos el trabajo de calificarla, y puesto que no podemos escogerla según nuestros deseos, dediquémonos a aprovecharla según nuestros gustos. Consecuencias éstas que probablemente Vargas Llosa no suscribiría, pero que se siguen inexorablemente de la 'ley histórica' que propone.

Resulta sintomático, dicho sea de paso, que estos apóstoles de la realidad solamente exhorten al acatamiento de lo real cuando esa realidad coincide con su propia ideología. La llamada 'muerte de las ideologías' sólo se refiere a las ideologías ajenas: la propia goza de tan buena salud que en adelante se identifica con la verdad misma, de tal modo que cualquier disentimiento se convierte en delirio.

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Todo esto viene a cuento de la tan traída globalización. Vargas Llosa la considera tan irreversible como la ley de gravedad y sostiene que sus peligros se conjuran con democracia, de tal modo que aquellos países donde imperan la legalidad y la libertad no tienen nada que temer de ella, mientras que los regímenes corruptos y autoritarios sufrirán de su mano un justo castigo. Quienes se atreven a cuestionarla se asemejan, por tanto, al Apóstol Ibiapina, que en el Brasil del siglo XIX lideró la cruzada de los quiebraquilos contra el sistema métrico decimal, en la cual muchos de sus partidarios murieron y mataron en una lucha absurda contra una modernización irreversible que ellos juzgaban sacrílega.

Ya se sabe que no hay mejor sistema para vencer a un adversario que inventarlo uno mismo. Identificar a los asistentes al Foro Social Mundial de Porto Alegre, que se celebró en respuesta al Foro Económico Mundial de Davos, con los quiebraquilos brasileños, como lo hace Vargas Llosa, es una muestra más de ese fundamentalismo liberal que se descubre detrás de muchas apariencias tolerantes y civilizadas. Aunque cualquier movimiento ideológico atrae a algunos quiebraquilos más o menos pintorescos, si nuestro autor se hubiera documentado un poco más sobre el Foro de Porto Alegre hubiera comprendido que el cuestionamiento a la globalización de quienes se oponen -nos oponemos- a ella no pretende volver a un nacionalismo aislacionista, sino todo lo contrario: reivindicar una dimensión internacional que es, por otra parte, una vieja aspiración de la izquierda. Porque la crítica a la globalización no se dirige a su carácter universalista sino a la pretensión de reemplazar el juego democrático por las decisiones tomadas en despachos anónimos que no deben dar cuenta a nadie de sus decisiones. Tal como se está desarrollando en la realidad -¡otra vez la realidad!-, el movimiento de la globalización se orienta a limitar las decisiones políticas privilegiando el 'libre' juego de los intereses económicos, lo cual significa en la práctica que las leyes democráticas son progresivamente reemplazadas por las leyes del mercado (o mejor, de quienes dominan el mercado), y los Parlamentos, por los mercados de valores. De hecho, esta globalización se limita a la internacionalización de capitales y algunas mercancías -casualmente de países desarrollados-, evitando cuidadosamente la globalización del trabajo, que, si no me engaño, constituye el fundamento de toda economía.

Suponer que esta realidad es irreversible y debe ser acatada para asegurar el progreso social y económico implica una profunda desconfianza en las posibilidades de la condición humana y una visión determinista de la historia, cuyo economicismo sobresaltaría al mismo Marx. Si en los tiempos de la Revolución Francesa se hubiera aplicado la ley histórica del 'acatamiento' probablemente seguiríamos en el Antiguo Régimen, gobernados por los absolutismos de turno. Pero el modelo imperante de globalización está generando un absolutismo de nuevo cuño, menos explícito en la medida en que es anónimo: si en el siglo XVIII la cabeza de Luis XVI representaba de algún modo el poder, hoy este poder se distribuye entre compañías transnacionales, brokers y lobbies de rostro desconocido, cuyo dominio se apoya precisamente en ese anonimato. Suponer que este modelo guarda alguna relación con la democracia, que por definición se supone un sistema público y en el cual el ciudadano de a pie goza de cierta participación, es llevar el fundamentalismo ideológico demasiado lejos.

'Lo que es, no es verdadero', decía Bloch. La realidad no son los 'hechos', cuya misma etimología prueba su inexistencia: nada está terminado, acabado y completo. Sólo pagando el precio de una formidable abstracción podemos confundir la realidad con la situación que nos ha tocado vivir. Si la historia humana se distingue de la historia natural es precisamente por su carácter cambiante e imprevisible, donde cada momento está preparando realidades nuevas y donde el ser humano goza de un privilegio del que carecen los animales: el derecho a disentir. El fin de la historia que nos han anunciado algunos profetas del fundamentalismo liberal es lo más parecido al fin de la especie humana.

Augusto Klappenbach es catedrático de Filosofía de enseñanza secundaria.

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