Reflexión del energúmeno
Según la primera acepción recogida en el DRAE, 'energúmeno' (o 'energúmena', que también vale) dícese de la 'persona poseída por el demonio'. En su segunda acepción se aplica a la 'persona furiosa, alborotada'. Un somero ejercicio de introspección me convence inmediatamente de que soy un energúmeno. ¿Estoy furioso? Sí, padre. ¿Estoy alborotado y además alborotando? Sí, padre, sí. Y de que tengo el diablo en el cuerpo desde mucho antes de haber leído a Raymond Radiguet me han informado a porfía mis tatas, mis abuelas, mis confesores, mis maestros, algún amor que otro y sobre todo mi sargento en la 'mili', que se negó a enseñarme cómo se fabrica una pistola con un bolígrafo, lección entusiásticamente apreciada por otros miembros de mi compañía: 'No, a ti no te lo digo, que eres muy Lenin'. ¡Un Lenin, un poseído por el espíritu maligno! ¡Espérame que voy, Dostoievski!
Aun acertando sin duda en lo fundamental, creo que mi honrado superior jerárquico se equivocaba al nombrar a mi demonio familiar: puede llamarse de cien modos distintos, menos Lenin; acepto que sea Legión, pero rechazo que se le convierta en legionario. Opino que es un enemigo del orden mucho peor, directamente inductor de furia y alboroto como los de ese cuento narrado por un idiota que obsesionaba a Macbeth. ¿Cuál es su verdadero nombre? Habrá que buscarlo despacio, estudiando detenidamente el contexto histórico en el que suele manifestarse, ayer -en los tiempos uniformados de mi sargento- la dictadura franquista, hoy el País Vasco presidido por el acongojado Ibarretxe y donde truena el estentóreo Arzalluz. ¡Ven, diablo! ¡Enseña la zarpa, para que te tome la huella de las garras!
Empecemos por un característico comportamiento energuménico: denunciar la tibieza o el silencio contemporizador de gran parte de la sociedad civil vasca frente al terrorismo. En mi caso, deploré la falta de una reacción inmediata de repudio por parte de los más conocidos cocineros frente al último asesinato de ETA, que les tocaba de cerca no sólo en lo humano -como cualquier otro crimen terrorista- sino en lo profesional. Lo que yo reclamaba no era ningún tipo de solidaridad privada con la familia de la víctima -que en todo caso bienvenida sea- sino un gesto de solidaridad pública con la sociedad a la que tanto deben, ahora agredida precisamente en un miembro de su propio gremio. ¿Se imaginan el impacto que hubiera supuesto en el País Vasco, donde son tan populares e influyentes, si cuatro o cinco grandes chefs, vestidos con su ropa de trabajo, hubieran acompañado al lehendakari y otras autoridades en la manifestación celebrada en San Sebastián tras el asesinato del colega? Al contrario de lo que suponen los simplistas, ni por un momento creo que tales creadores gastronómicos simpaticen en lo más mínimo con ETA o sus adláteres: estoy seguro de que los detestan tanto como yo. Y eso, precisamente, es lo malo del asunto. Si estuviesen ideológicamente próximos al terrorismo o quienes lo justifican, los consideraría políticamente equivocados pero coherentes con su forma de pensar. Lo que me repugna es su prudente disimulo en un momento en que tantas cosas que ellos aprecian peligran en el País Vasco. Y si me enfado con ellos -a varios de los cuales aprecio mucho personalmente- es precisamente porque no los considero simples sartenes humanas, incapaces de ir más allá del tiempo de cocción y la dosis de perejil, sino ciudadanos valiosos y conscientes. Quienes excusan su silencio no lo hubieran tolerado en los gremios respectivos si el asesinado hubiera sido un periodista radiofónico o un profesor universitario: pero claro, entre cocineros ya se sabe... ¿No son estas disculpas más ofensivas que mi crítica, por la que se han ofendido tanto?
Y es que los energúmenos creemos tan firme como ingenuamente en el protagonismo político de los ciudadanos como señal distintiva de la democracia. Si no aceptamos que bajo Franco todo el mundo debiera irremediablemente portarse como franquista pasivo -aun reconociendo que el clima no era propicio a las intervenciones rebeldes- aún menos damos por descontado que hoy, cuando el estado de derecho está amenazado por la violencia totalitaria, no quepa sino encogerse de hombros ante lo terrible y procurar no llamar la atención, mientras hacemos nuestros negocios. También por eso recelamos de las llamadas al diálogo, desconfianza típicamente energúmena que nos granjea censuras entre moderados, gente de izquierda de toda la vida (es decir, por lo común primero falangistas, luego comunistas y después simples antiliberales), y algunos amigos catalanes. Veamos si el energúmeno puede explicarse.
Las dos de la madrugada y todo a media luz. Él le dice a ella (o al revés, claro): ¿quieres que tomemos la última copa en mi casa? La interpelada o interpelado comprueba que sigue habiendo abundancia de botellas en los estantes del bar y que los camareros parecen deseosos de remediar la sed de sus clientes. Si llevan bebiendo legalmente allí desde hace rato, ¿por qué la última copa deben buscarla en otro sitio menos público? Respuesta: porque ya no se trata de una simple copa sino de algo más. Si él o ella se niegan, no será por rechazo de la bebida sino porque no les apetece lo otro. Y si responden -como yo haría- '¿en tu casa o en la mía?', no es porque tengan ganas de beber en un vaso distinto sino porque están hartos de beber y quieren entregarse a otros deseos. Pues con el diálogo pasa lo mismo. Desde hace más de veinte años, en el País Vasco todos los que no matan ni aprueban que se mate -sean nacionalistas o no nacionalistas- no hacen otra cosa que dialogar: en el parlamento autonómico y estatal, en las aulas, en los periódicos, en las mesas redondas. Vivir en democracia es optar por el diálogo público constante y elegir representantes para que lo lleven a cabo en nuestro nombre. Si ahora se recomienda como novedad inexplorada el diálogo es porque debe encerrarse en esa palabra prestigiosa algo más que se da por sobreentendido pero que no se menciona. Quizá es que se admite como interlocutor a lo que no dialoga: el terror y su violencia, la sumisión al deseo del violador. Por eso el energúmeno, ferviente del diálogo democrático, quiere seguir dialogando donde está y se niega a los diálogos que guiñan el ojo.
¡Pero es que los energúmenos, con el pretexto de luchar contra el terrorismo, atacan el ideario nacionalista! Sin duda, y a mucha honra. Pero conviene aclarar a qué nacionalismo nos oponemos. Hace poco proclamó salomónicamente Ibarretxe: 'No se puede construir Euskadi contra España ni España contra Euskadi'. Tiene razón, pero le faltó señalar que mientras nadie pretende hoy lo segundo -salvo desacato constitucional- sí que está en marcha el proyecto primero, y apoyado incluso por dirigentes de su partido. En el New Yorker de este mes, Arnaldo Otegi declara al periodista Jon Lee Anderson: 'Somos sencillamente diferentes... Algunos dicen que somos el último pueblo indígena de Europa. En esta perspectiva, la necesidad de rescatar la cultura vasca de la extinción puede compararse con la necesidad de salvar la selva amazónica'. Y añade: 'La imposición de una cultura extranjera es la que motiva el conflicto y la lucha armada'. ¿Convocar un referéndum de autodeterminación? Desde luego, pero primero hay que determinar quién es vasco y quién no lo es. 'Es vasco cualquiera que vive en el País Vasco, trabaja aquí y quiere ser vasco, aceptando el principio de autodeterminación vasca'. Es decir, que en el referéndum de autodeterminación deben votar sólo los partidarios de la autodeterminación. Si es de otro modo, habrá motivos para continuar con el terrorismo. Por favor, no se rían: por estas cosas y no por otras mejor fundadas se está matando a la gente.
En su libro La democracia y sus enemigos (ed. Paidós), el lúcido Ulrich Beck incluye un ensayo significativamente titulado 'De vecinos a judíos', en el que denuncia la construcción ideológica del 'extraño' interior -no del que llega de fuera sino del que convive a nuestro lado- a partir de prejuicios xenófobos, proclamas de pureza étnica y amaños histórico-antropológicos. Y cita al insobornable Astérix (cuyas aventuras tanto se prodigan en ETB y que no falta en las camisetas conmemorativas de los Aberri Eguna): 'No tengo nada contra los forasteros. Mis mejores amigos son forasteros. Pero lo que pasa es que este forastero es de aquí'. Pues bien, tal es el nacionalismo que rechazamos los energúmenos. No estamos dispuestos a convertirnos en forasteros en nuestro país, ni siquiera en alemanes mallorquines, por mor de la construcción nacionalista llamada 'nacional': ni por las malas ni por las buenas, porque los métodos democráticos dejan de serlo al servicio de causas que no lo son. Ahora releo lo escrito y descubro el nombre secreto del súcubo que me posee, el más fiero y más intratable de todos: el demonio de la Lógica. No tiene cura.
Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense.
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