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Columna
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¿Leer?

Raffaele Simone ha escrito un libro, La tercera fase (Taurus), para alertar sobre la desaparición del libro. Señal de que continúa esperanzado en que se le lea, señal de que todavía el libro cuenta algo en nuestro mundo y prueba, finalmente, de que acaso Raffaele Simone no encuentra mejor manera que una nueva remesa de palabras escritas para asegurar la continuidad de esa cultura. ¿Puede, sin embargo, esperarse que sea así?

Si se enfrenta, de un lado, la entidad de un libro y, de otro, la consistencia de un televisor o un ordenador a nadie le costará concluir de qué lado se inclinará la liza. El libro pertenece al orden de las herramientas artesanas y se corresponde con el universo de la lentitud, mientras los otros son artefactos complejos y se abastecen de la velocidad que triunfa. El libro se ha confeccionado letra a letra, hilvanándose en ocasiones con la gesticulación de un párrafo o incluso sólo frase a frase, denegándose y reconciliándose para proseguir. La despaciosa escritura de un libro recuerda un itinerario a pie y requiere una lectura cabal o equivalente. El escritor y el lector componen una pareja dentro de un supuesto entorno sosegado y casi obligadamente antiguo. A esa relación conviene el reposo y la meditación, la oportunidad para ciertas cavilaciones y alguna silenciosa conversación. Muy diferente de lo que llega a ocurrir con los nuevos medios. Un trato con la televisión no se interrumpirá por el bullicio que sube de la calle, ni por el clamor de la aspiradora, ni por la barahúnda de un bar. Se sigue viendo televisión con o sin ruido porque el aparato, fortalecido contra el estruendo, dispone de un resorte que hace predominar su volumen sobre los competidores. El libro, sin embargo, es demasiado lábil y vulnerable a casi todo.

El libro es física y mentalmente de otra época. En el ordenador se encuentra también la escritura pero se trata de textos flexibles, incesantemente entregados a la volubilidad, voluntariamente ofrecidos a la intervención de cualquiera, permanentemente expuestos a la desaparición. La página del libro cree sencillamente en sí y sufre incondicionalmente sus errores. La página web en el ciberespacio es lo opuesto a la fe y a la fijeza. Su destino es la metamorfosis, ser alterada y alterarse, interactuar, descomponerse. En una realidad cambiante el ordenador se acomoda a los diferentes programas y se alimenta, en efecto, de softwares. La naturaleza del libro es, sin embargo, dura y rígida. Nace como un producto final y cuando se le consulta repite los términos de su dicción primera. El libro es como un pequeño animal doméstico que ha resuelto convertirse en una invariable compañía. Puede parecer que no diga siempre lo mismo pero lo dice siempre con las mismas palabras. Puede que, como ocurre respecto a los animales, no lo amemos siempre del mismo grado, pero él no altera su ración de amor. Ni su volumen.

El televisor, el ordenador nacen, además, con vida propia. Cada día se observan más y más televisores y ordenadores encendidos sin un ser humano delante. Hablan, relampaguean, cantan, palpitan al margen de los habitantes de este mundo. Un libro, por el contrario, nos necesita inexcusablemente para vivir. Sin nuestra lectura atenta las hojas de un libro son un manojo de papeles impasibles, privados de voz, desprovistos de acción, carentes del menor relente de existencia. Desde el interior de los televisores o los ordenadores surgen tropeles de gentes, fieras o paisajes previamente emocionados, brotan exclamaciones, persecuciones, crímenes o pasiones anticipadamente estimulados por un guión, pero el libro no es nada sin nosotros. Por el mero asombro de ver, gracias a nuestra intervención, transfigurarse esta materia inerte en un ser despierto merecería la pena leer. Pero todavía más si, por añadidura, somos nosotros quienes en el tumulto de la misma experiencia sentimos multiplicarse el sentido y la intensidad de nuestras vidas.

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