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BIOLOGÍA | Después del genoma

La escasez de genes humanos obliga a recuperar viejas hipótesis y ofrece un papel al 'ADN basura'

Javier Sampedro

Que el ser humano tenga que construir con sólo 30.000 genes un cerebro 300 millones de veces más complejo que el de un gusano, que tiene 19.000 genes, ha forzado a los biólogos a sentarse y repasar sus nociones sobre la evolución. Los científicos públicos y privados que acaban de presentar el mapa genético han mencionado estos días dos posibles salidas del enigma: la combinatoria -las posibles combinaciones de 30.000 genes son astronómicas- y la edición múltiple (técnicamente, splicing alternativo) que puede producir varias proteínas distintas a partir de un solo gen.

Pero hay una tercera hipótesis, preferida por el pionero británico de la biología molecular Sidney Brenner y por muchos genetistas especializados en desarrollo animal, que sostiene que la evolución no se fundamenta tanto en la adquisición de nuevos genes o proteínas como en la sutil modulación de la actividad de un conjunto muy estable de genes. Activar ciertos genes un poco más, un poco menos o un poco después puede dar lugar a notables variaciones en la forma o la complejidad de un ser vivo.

También los paleontólogos han supuesto desde hace décadas, al menos implícitamente, que un mecanismo de este tipo pudo ser el motor principal de la evolución de la especie humana. En comparación con los demás simios, el ser humano se caracteriza por un desarrollo embrionario más lento, por una infancia más prolongada, por un menor grado de maduración en el momento de nacer. Estas diferencias cuantitativas dotan al ser humano de más tiempo para el crecimiento de su cerebro, y de una fase de maduración y aprendizaje mucho más prolongada.

Retrasar el desarrollo no parece un problema inabordable: posiblemente baste con prolongar un poco el funcionamiento -o con reducir unos puntos la actividad- de ciertos genes clave. Pese a ello, el resultado puede ser un enorme incremento de la complejidad: el que media entre el hueso lanzado al aire y la nave espacial en la célebre escena de Stanley Kubrick.

Y aquí entra en escena la basura genética que constituye el 95% del genoma humano. La mayor parte de esta basura es una auténtica ruina: residuos de virus y transposones (segmentos de ADN especializados en moverse de un cromosoma a otro) inactivados hace más de 40 millones de años. Pero hay una excepción llamada Alu.

Los Alu son pequeños transposones, de poco más de 300 bases de longitud. Hay cerca de un millón de ellos en el genoma, y muchos siguen vivos: todavía se les puede sorprender saltando. A diferencia de los otros transposones, los Alu tienden a insertarse en la proximidad de los genes. Y tienen la curiosa propiedad de activarse en respuesta a ciertas señales muy comunes en las células, incluidas algunas hormonas, y de extender su activación a los genes adyacentes.

Científicos como Wanda Reynolds, del Centro Sidney Kimmel de San Diego (EE UU), han propuesto que los Alu pueden ser una fuente esencial de variabilidad evolutiva. Sus saltos pueden poner muchos genes dispersos por el genoma bajo un nuevo control que los active un poco más, un poco menos o un poco más tarde. Nunca falta quien tira un diamante a la basura. Ni quien lo encuentra.

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