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LA CRÓNICA
Columna
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Videotragaperras

En mis tiempos se llamaban Deportes, Futbolines o Salones Recreativos y consistían en una ruidosa acumulación de máquinas, básicamente millones con luces intermitentes y bolas gratis, como el que utilizaba Fabià Estapé en su despacho para, supongo, relajarse de los efluvios del franquismo. O ese perfecto artilugio llamado futbolín que, si no recuerdo mal, inventó un republicano en el exilio. Ahora, en cambio, se llaman Lo Que Sea Park o No sé Qué Park, con ese park final que los identifica como cueva lúdica en la que dejarse tentar por el hipnótico poder de los videojuegos.

La tecnología ha irrumpido con fuerza en el sector y ha impuesto su ley de efectismos y dinamismos para seducir a niños, adolescentes y jóvenes. El otro día, al pasar delante de uno de esos locales, sentí la fatal atracción de regresar a la infancia y me gasté una pasta absorbido por el sex-appeal de máquinas. Hacía muchos años que no practicaba y me sorprendió encontrar un único millón, arrinconado, decorado con la parafernalia de los personajes de La guerra de las galaxias y convertido en una vulgar prolongación de la mercadotecnia promovida por la película. Introduje una moneda de 100 pesetas y, a continuación, empezaron a sonar efectos galácticos ensordecidos por la vorágine de rugidos procedentes de las otras máquinas, tan o más estridentes. Para conseguir una partida gratis, tenía que alcanzar la cifra de 125 millones de puntos, una cantidad impensable en mis tiempos. 'Será la inflación', pensé, y al golpear lateralmente la máquina con el estilo vacilón con el que los de mi barrio tratábamos estos inventos, la máquina se colgó y se acabó la partida. '¡Moña, más que moña!', la insulté, y abandoné la galáctica experiencia para dejarme seducir por una máquina cuya gracia consiste en disparar un fusil con mirilla telescópica. Inserté coins por valor de 200 cucas. Esperé. En la pantalla apareció el enunciado de la situación virtual en la que me disponía a participar: el presidente y su familia han sido secuestrados y el jugador tiene que acabar con el comando de terroristas que, encapuchado y armado, pulula por las azoteas de la ciudad. Manos a la obra, me digo encogiéndome de testículos. En la mirilla, aparece una flecha que me va indicando dónde están los malos. Voy disparando y me los voy -toma, cabrón- cargando. La verdad: el juego me parece un poco bestia, sobre todo cuando descubro que si le doy en la cabeza tengo -lo juro- una bonificación de 300 puntos. Asqueado -tampoco se trata de aniquilar al personal a las once de la mañana-, cambio de máquina. Me encariño con una que se llama Radikal Bikers, que me convierte en repartidor de pizzas a domicilio. Elijo una pizza margarita, que tengo que llevar al cliente lo antes posible. Sobre mi ciclomotor, salgo dando brincos por una ciudad plagada de automovilistas casi tan cafres como yo. Esquivo, freno, derrapo, incumplo todos los artículos del código de circulación y, al final, me estrello -toma, cabrón- contra un camión en una curva cerrada de un túnel que me recuerda, por lo defectuoso de su concepción, el de Mitre. No hay escenas de sangre, pero se me pasan las ganas de continuar.

Cargarse a unos secuestradores o llevar una pizza sorteando peatones: nada puede competir con el futbolín, ese clásico

Cambio de máquina. Ahora intento terminar una partida de Crazy taxi, un taxista psicópata que circula por las calles de San Francisco, y que debe llevar a sus clientes a buen puerto. No consigo ni un solo punto y me deniegan la licencia tras llevarme por delante bancos, semáforos, peatones y animales. Aturdido por el ruido, deambulo y observo las diferentes ofertas. Hay juegos con futbolistas, tenistas, baloncestistas, esquiadores y surfistas virtuales que, supongo, ganarán en función de lo deprisa que consigan sus objetivos. Hay pantallas con bichos japoneses que engullen o destruyen, atacan o muerden, fulminan o contagian. Hay maestros en artes marciales que pegan ridículos saltitos vestidos con quimono, atentos a una fatídica cuenta atrás. En el fondo de la sala, observo la grandeza de los futbolines. Han sobrevivido a la tecnología. Allí están, majestuosamente estáticos, desafiando el paso del tiempo, ajenos al efectismo, esperando que un bullicioso grupo de malos estudiantes llegue para darles vida con sus gritos, comentarios, excesos y fanfarronadas. La máquina al servicio del hombre y no viceversa. En una sala contigua, una nutrida representación de tragaperras sin juego, puramente especulativas, distrae a una concurrencia formada básicamente por adultos y viejos. Quizá ésta sea la frontera entre la madurez y la juventud, la que separa la tragaperra pura y dura de la videotragaperras en la que, por lo menos, se te da la posibilidad de atropellar, matar a alguien o conseguir una partida gratis.

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