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Reportaje:

Ratones para todos

Un grupo de voluntarios enseña informática en un barrio marginal de Málaga

Enric González

Es una clase atípica. No hay aprobados ni suspensos; los alumnos van de los nueve a los 70 años y cada uno aprende a su ritmo. Así es el aula de informática de la Palmilla, una iniciativa impulsada por cinco asociaciones con el objetivo de garantizar el acceso de los vecinos a una formación que, en los tiempos que corren, resulta elemental. El desafío asumido por un puñado de voluntarios tiene su mérito. Muchos discípulos no están ni siquiera familiarizados con un teclado. Así que el primer paso es encontrar la p o la m y, después, domar el ratón. Pero poco a poco se ven los resultados. Alexis, por ejemplo, de 15 años, ya hace viajes virtuales por todo el mundo gracias a la enciclopedia que el monitor le deja a modo de premio al finalizar la clase.

'Hay que engancharlos con cosas que les gusten', explica Sergio Recio, que por lo visto además de informática, se maneja bien con la psicología. Su táctica pedagógica da resultados. Laura apenas tiene nueve años y está en su segundo día de clase. Ella ha optado por el dibujo. Tras unos cuantos movimientos de ratón aparece un paisaje montañoso que la motiva a aventurarse en otras opciones de la pantalla. A su lado Amelia, de 70, escribe una carta. Es su primer contacto con un ordenador.

Mientras explica cómo se pone el acento o cómo se accede a tal programa, Carlos Martín, otro de los voluntarios, resume la filosofía de la iniciativa: 'Hoy, no conocer informática es una forma de marginación porque es como cuando antiguamente sólo iban a la universidad las personas pudientes. Hay que democratizar el acceso a la informática. Para nuestra desgracia, esa democratización tiene que ser todavía a través de voluntarios; pero esa iniciativa debe ser institucional, el voluntariado no tiene que ser eternamente el parche. Esto es un reclamo para que las administraciones se den cuenta de que la enseñanza de la informática tiene que ser pública, igual que la alfabetización'.

Mientras Carlos hace esta argumentación, Sergio da la luz verde para que los adolescentes que han acabado la clase jueguen al pinball. Pero sólo 10 minutos, porque después viene otra tanda de alumnos. Con apenas ocho ordenadores, el ocio virtual debe racionarse porque su único objetivo es atrapar al discípulo.

La iniciativa se puso en marcha hace tres meses. Los monitores pertenecen a Ingeniería sin Fronteras, aunque hay otras cuatro asociaciones involucradas en el proyecto. Cada una participa a su manera. Unas prestan el local y otras buscan donaciones de equipos informáticos. De hecho, el aula comenzó con cuatro ordenadores y ya ha duplicado las terminales disponibles. Las clases sólo se imparten lunes y viernes, pero tan pronto como los monitores se liberen de los exámenes de febrero las actividades se ampliarán a martes y jueves. Las clases son gratuitas. Los alumnos únicamente tienen que poner las ganas de aprender.

Los voluntarios muestran que son militantes de la causa y deslizan un par anhelos por si algún alma caritativa los escucha: un local propio para que además de ampliar los horarios pueda crearse un punto de acceso gratuito a Internet y más donaciones de equipos a fin de atender a los vecinos en lista de espera.

Entre los 56 alumnos, la mayoría son niños y adolescentes. Mujeres hay, aunque algo menos. Los hombres, en cambio, brillan por su ausencia. A Sergio no le preocupa, porque cree que el día de mañana, los pequeños servirán como polea de transmisión de los conocimientos dentro de su familia. Por eso, sigue con su estrategia y les deja que descubran los secretos del ordenador, sus vericuetos y las puertas que pueden abrir con un simple clic.

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