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LOS PROBLEMAS DE LOS INMIGRANTES
Columna
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La imprudencia de la buena fe

'Papeles, papeles', coro con música de timbales, todo era una fiesta hace una semana en Barcelona, cuando unas 10.000 personas se manifestaban a favor de medidas excepcionales para legalizar a los inmigrantes sin papeles en España. Nadie duda de la buena fe ni del interés humano de la reivindicación por parte de aquellos sin papeles y quienes los apoyaban. Tampoco de quienes en algunos medios de comunicación insistían en siempre bienintencionada hipérbole de que esa manifestación suponía que 'Barcelona se había lanzado a la calle en defensa de los inmigrantes sin papeles', en referencia a quienes mantienen posturas de fuerza en encierros o huelgas de hambre para cambiar una ley en vigor.

Sí convendría que todos, desde el Gobierno a los inmigrantes, pasando por la oposición, los grupos que piden 'inmigración libre' y los que forman parte del entramado social, político y humano mínimamente responsable en España, mantuvieran la cabeza algo fría en estos momentos en los que por primera vez este país se enfrenta a una crisis seria por la llegada de un flujo incontrolado de extranjeros. Porque las buenas intenciones de muchos pueden ser pronto causa de graves problemas que afectarían paradójicamente sobre todo a quienes hoy no quieren entender las consecuencias últimas de sus actos. El drama de la emigración debe entenderlo cualquiera. Las fórmulas de evitar que la tragedia individual extienda una crisis de un lugar a otro son quizás más difíciles de auscultar.

El Gobierno cometió una insensatez al romper el consenso que existió antes de la aprobación de la Ley de Extranjería de la legislatura previa y más aún aplicando su rodillo en la siguiente. Y las formas del secretario de Estado, Fernández-Miranda, de llamar a cara de perro a acometer lo imposible, es decir, a la expulsión -¿cómo?- de los llamados ilegales, es tan inviable como frenar el efecto llamada, que existe, pese a que algunos en la oposición lo nieguen. Existe porque, aunque no sea cierto, las mafias haylas y, aquí, en Marruecos y en países subsaharianos, sostienen como mejor argumento de marketing que, tarde o temprano, con medidas de fuerza o incluso sin ellas, todos los que lleguen a territorio español recibirán permiso de trabajo y residencia. Se remiten a los hechos de la pasada década. Y las mafias en Tánger, Ceuta, Casablanca y Tetuán, pero también en Riga o Vilnius, en Timisoara o Sibiu, animan a su clientela potencial con esta esperanza. Expulsados de España a Marruecos, muchos jóvenes llegados por el Estrecho reciben la promesa de las mafias de volver a coger una patera, esta vez sin pagar, si convencen a cuatro amigos en su lejana aldea del interior meridional a acompañarles, pagando ellos las casi 200.000 pesetas por acometer el suicida crucero. De ahí que está fuera de lugar la ofensiva bienpensante para prolongar sine die los procedimientos extraordinarios de regularización de aquellos que no cumplan de una forma u otra con los requisitos establecidos para la adquisición de los papeles en regla.

La disuasión no puede esperar al cambio de las realidades sociales en Marruecos, en Nigeria o Malí, porque antes cambiaría la realidad social en España y en muchos barrios en los que hoy se vitorea a los sin papeles pronto podría perseguírselos como en El Ejido. La inmigración llegará por necesaria, pero ha de ser regulada. No puede llegar sin posibilidad de integración ni como fuerza de presión para no respetar una legislación que los españoles están obligados a cumplir y cuya obediencia no se les condona, en materia fiscal u otra, por huelgas o encierros que provoquen. En caso contrario, el resentimiento de la población autóctona, por muy simpatizante y compasiva que sea en un principio, se volverá un día contra los recién llegados. Todos habrían de entender las reglas sociales, nada crípticas y marcadas por miedos reales que llevaron al Cinturón Rojo de Viena, socialdemócrata casi desde Marx, a votar a Jörg Haider, o de los comunistas franceses a votar a Le Pen. Y su conversión a la xenofobia llegó cuando la realidad quiso convertirlos en minoría en sus ciudades. Estallaron los resentimientos contra quienes lejos de integrarse querían integrarlos a ellos. Las buenas intenciones también generan monstruos. Las malas, casi siempre. Urge por tanto un acuerdo de Estado, al margen de arrogancias de mayorías absolutas que ignoran la realidad y de cariños bienintencionados que se nutren de la quimera insensata.

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