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Tribuna
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Monopolio y competencia

Entre las maravillas conocidas de las técnicas de comunicación social al uso se encuentra el gusto por la paradoja y la utilización de la seducción, dos técnicas usadas con frecuencia al servicio de los objetivos mercantiles o ideológicos más variados. Su eficacia en la promoción de la causa a la que sirven suele mostrarse en su capacidad para presentar como virtuosos caminos que, según viejas creencias establecidas, no podrían conducir sino al vicio y al pecado. Es lo que acaba de producirse con el debate en torno a la fracasada fusión Endesa-Iberdrola. Me explicaré.

La presentación en sociedad del proyecto de fusión, haciendo apelación a los insatisfechos sentimientos de grandeza del auditorio nacional en estos tiempos de globalización, sirvió para insistir en la oportunidad de crear una de las mayores empresas eléctricas del mundo -la tercera, según algunos cálculos-, situando a nuestro país 'donde le corresponde'. Que esto había de hacerse mediante una operación de concentración en un mercado en el que las llamadas a fundirse ocupaban ya el 80% no parecía motivo para arredrar a sus promotores. Al fin y al cabo, los presidentes o los accionistas de las compañías no eran los más adecuados para quejarse de la existencia de poderes monopolísticos que, en su caso, determinaban tanto el valor de sus acciones como los beneficios que obtenían de las mismas. Si ese poder de mercado se podía acrecentar un poco más en nombre de una causa nacional, no había motivo para quejarse, sino todo lo contrario. En la jerga de nuestro tiempo, se trataba de una forma, entre las muchas posibles, de crear valor para el accionista. Hasta aquí, todo parece razonable o, por lo menos, comprensible.

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Porque ni los gestores de las empresas representan el interés general ni hay que esperar de los accionistas comportamientos distintos de los identificados con la defensa de sus legítimos intereses particulares.

Donde empiezan las paradojas verdaderas es en la actuación del Gobierno. Para éste, la fusión se presenta como la ocasión de hacer una modificación en la estructura del sector. Y por eso, revestido de los ropajes propios de un paladín de la competencia, del guardián de los intereses de los consumidores y del esforzado mantenedor del interés general, da pasos, adopta actitudes y realiza declaraciones, expresivas todas ellas de una convicción tan paradójica como discutible: el aumento de la concentración en el sector eléctrico es un camino idóneo para la creación de condiciones de competencia. Tanto es así que, durante algún tiempo, la opinión pública empieza a preguntarse si no habremos subestimado la capacidad de nuestros gobernantes para la realización de milagros, en especial al comprobar con qué facilidad conjuraban el exceso de concentración planteado para convertirlo en la ocasión esperada, por fin, de transformar el sector eléctrico en un sector en competencia, sin poderes de mercado relevantes. Y todo ello, maravilla de maravillas, aprovechando precisamente el expediente de una fusión que tenía un objetivo opuesto. Tan notorio es el caso y tan intensos los efectos de la ilusión creada que hasta los más malévolos del lugar se veían obligados a recurrir a supuestos acuerdos subterráneos no desvelados o a compensaciones de otro tipo para explicar al prójimo y, de paso, a sí mismos que las empresas pudieran llegar a aceptar las condiciones de la Comisión de la Energía o del Tribunal de Defensa de la Competencia. El resto daba por hecho que las empresas aceptarían lo que les dijera el Gobierno. ¿No era acaso éste el motivo de las amplias pláticas mantenidas por el presidente y el vicepresidente del Gobierno con los máximos responsables de las empresas? Y, desde luego, apenas nadie otorgaba otra importancia que la ritual a las protestas de algunos de sus directivos cuando advertían que las condiciones de la fusión podían hacer inviable la creación de valor para sus accionistas.

Pero eran muchos los pájaros que se pretendía abatir con el mismo disparo. Contentar a quienes desean un mercado eléctrico contestable y en competencia frente a la ficción actual; a los consumidores, que desean ver reducida la tarifa eléctrica y mejorada su autonomía frente a compañías que no pueden elegir; a la Comisión Europea, que estaba a punto de resolver negativamente para el Gobierno (y positivamente para los consumidores y la oposición política) el expediente de unos costes de transición a la competencia (CTC) con infracción del derecho comunitario; a la oposición, que demandaba una actitud independiente de los órganos reguladores (Comisión de la Energía y Tribunal de Defensa de la Competencia), tras lo que ha venido lloviendo, y el respeto del Gobierno a sus dictámenes, y, para no olvidarse del todo, a los intereses de los accionistas de las empresas que, fuera cual fuere el interés o la conveniencia de sus directivos, deseaban ver mejorada, no empeorada, su situación patrimonial con la fusión... Todo esto, y a la vez, encajaba mal en la resolución de un expediente de fusión.

Por eso no se entiende que el Gobierno procediera a autorizar la operación con condiciones, cuando hubiera debido prohibir la operación, salvo que cambiara radicalmente el sentido de la misma. Se entiende menos que el Gobierno rebajara las condiciones impuestas por el Tribunal de Defensa de la Competencia. Y resulta del todo incomprensible que el Gobierno hiciera todo ese recorrido para verse, finalmente, rechazado por las empresas.

Claro que hay una reflexión de difícil discusión. Resulta obvio que la operación no se había planteado para crear un mercado competitivo, sino para favorecer los intereses de las empresas. Había muy buenas razones para anticipar que la modificación -asimétrica además- del régimen de los CTC, la exigencia de la subasta en vez del intercambio de paquetes de activos y la reducción de los mercados de generación, distribución y comercialización por debajo de lo pretendido, y hasta del tamaño de la mayor de las empresas, iban en sentido contrario a los intereses de los promotores de la operación. Y si lo que se obtenía casaba mal con lo acordado en algunas pláticas reservadas, la operación no podía seguir adelante. El mercado de valores no haría sino premiar el abandono de una operación que ya no era la acordada...

Naturalmente, éste no era el camino para la reestructuración del sector en el sentido de la competencia. Con independencia de la credulidad pública, de la general fascinación por las grandes operaciones y de la seducción derivada de los medios de publicidad utilizados se hacía difícil creer que la estrategia gubernamental de alcanzar la competencia mediante la intensificación del monopolio pudiera acabar por tener éxito. Y tras la enajenación mental transitoria se comprueba, una vez más, que este Gobierno está compuesto por hombres a los que, frente a lo que a veces parecen pretender, no les ha sido dada, todavía, la capacidad para el milagro.

¿Qué queda de todo este fracasado proceso? Una constatación fundamental: la necesidad de adoptar medidas que garanticen alguna vez una estructura del sector en la que la competencia pueda ser una realidad. Ahora que resulta obvio que en un sector con altísima concentración los expedientes de fusión no pueden valer para esa finalidad habrá que meditar las medidas legales que lo hagan posible. Porque ni la ley actual ni la actuación del Gobierno lo garantizan. Y la situación actual no debe prolongarse sin salida.

Juan Manuel Eguiagaray Ucelay es diputado socialista por la región de Murcia.

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