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ISLA ABIERTA | gente
Columna
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Pretenciosos y eclécticos

El otro día entra mi santo en casa y me ve sentada en el sillón de orejas leyendo. Levantó la ceja (al estilo de Carlos Sobera) y me preguntó sorprendido: '¿Qué mosca te ha picado para que te hayas quedado esta tarde en casa, no estarás mala?'. No estaba mala, estaba dolida, concretamente con este periódico. Yo no sé quién escribe los editoriales, pero que vaya una a la página de Opinión con su mejor voluntad y se encuentre con este titular 'Ocultar a Elvira', pues, la verdad, me jode. Eso de redundar en que la primera vaca loca de España respondía al nombre de Elvira lo ha escrito un individuo (como lo pienso lo digo) con muy mala sombra y que quiere mermar mi autoestima. Porque vamos a ver, le dije yo a mi santo, ¿a quién coño le importa cómo se llamaba la vaca, cómo salgo yo a la calle con este nombre y con todos los ganaderos en la Cibeles pidiendo que se corten cabezas?

Bueno, me dijo mi santo, si esta circunstancia sirve para que leas, bienvenida sea. Conste que servidora entre salir a la calle y leer siempre prefiere lo primero, pero reconozco que gracias al ataque frontal de este periódico me leí de una tacada Memorias de Memoria, de Jesús Pardo. Nunca había leído nada tan brutalmente sincero sobre los años en los que España dejó de ser una dictadura para convertirse en democracia, sobre todo porque el autor no decide salvarse, como suele ocurrir, de la mezquindad ideológica de aquellos tiempos, sino que se sitúa en el centro del desastre, cosa que se echa de menos en estos tiempos de repaso a los 25 años de democracia, en los que parece que nuestro país estaba plagado de héroes de la resistencia antifranquista. Pardo nos cuenta la vida de los agazapados, de aquellos que se amoldaban para no perder el negociete. Recuerda un Madrid, el de los setenta, en el que mucha gente no sabía todavía a qué lado tenía que colocarse. Son tantos los paseos y los bares que salen en este libro que eso me consuela de llevar una tarde de encierro cual vaca postergada.

No te quejes, dice mi santo, que ayer te tiraste el día en la calle. En eso le doy la razón: el día anterior a mi encierro fue intenso. Asistí a la presentación de Perdonen las molestias, el libro de Savater. Me resulta curiosísimo contrastar el comentario que tanto oigo en los últimos tiempos sobre la crispación de este profesor de filosofía con lo que se percibe cuando se le tiene delante de los ojos, porque lo sorprendente es que si hay algo que Savater no ha perdido en estos años de carencia de libertad es el sentido del humor. ¿Por qué inquieta que alguien que se ve obligado a moverse por el mundo rodeado de escoltas se queje en voz bien alta? Para mí lo verdaderamente inaudito es que siga teniendo ganas de reír, o de hacer una descripción de sí mismo como la que abre su libro: sólo la lectura de ese autorretrato lleno de humor y poesía del Savater niño en el que se llama a sí mismo La Seta emociona. También habló este profesor de los agazapados. Al igual que los agazapados de Pardo, el día en que se acabe el terrorismo dirán: 'Yo también estuve en primera línea contra el terror'.

Pero aunque el tema era el terrorismo, la jornada no fue amarga. Nos unimos al numerosísimo grupo savateriano para celebrar el nacimiento del libro. Echamos a andar hacia el restaurante a la vera del vitalista José Mari Calleja. Yo, homérica y sociable sin remedio, le fui a plantar dos besos a la mujer que andaba detrás del periodista, pero Calleja me susurró riéndose: 'No hace falta que la beses, es policía'. Entonces caí en que no éramos tantos los comensales: la mayoría eran escoltas. María San Gil se me acercó y cariñosamente me dijo que los domingos lee estos artículos en los que cuento mis paseos callejeros. Entonces pienso, aunque no se lo digo: ¿cómo estaría yo si no pudiera salir libremente a la calle? ¿Se hacen esa pregunta aquellos que piensan que Savater está muy crispado? Por la noche, para rematar, CNN+ emite un vídeo del programa infantil más visto de la televisión vasca: unos niños encapuchados cantan un rap quejándose de que hay mucho castellano, mucho español, y animando a hacer algo para acabar con tal invasión. Si esto no es adoctrinamiento que venga Dios y lo vea.

Como bien sabe Savater, que publicará en breve un libro de hípica, en la vida no es todo sufrimiento. Desde mi casa vi la ceremonia de los Goya (tampoco asistí, estoy acabada): pegué un salto de alegría cuando subió Borau a por el Goya con su esmoquin alquilado en Cornejo. Pegué otro salto cuando subió mi segundo hombre: Emilio Gutiérrez Caba, nervioso sobre todo por si no se lo daban a su hermana. Al día siguiente le llamé para felicitarle y (lo confieso) para preguntarle: '¿Dónde se compró Julia esa camisa blanca tan elegante?', porque entre tanto brillo y tanta gasa, la Gutiérrez Caba dio una lección de minimalismo. Probablemente el secreto no estaba en la blusa, sino en el porte. Otra de las alegrías fue la del premio al niño de El Bola, que me dijo el otro día que no le había gustado que en EL PAÍS dijeran que parecía 'un niño de ésos, de los de la lotería'.

Para colmo, ayer mi santo (que no es un santo) me dice que se va a cenar con su editor italiano, y que aquí me deja porque '¿qué va hacer una persona que no sabe italiano cenando con un editor italiano, corazoncillo? Te vas a aburrir'. Encima quería que le diera las gracias. Inculta a la par que amargada, hago dos o tres intentonas para quedar con algún amigo. Incluso llamo a Máximo Pradera para decirle que si quiere le enseño el cajero automático donde hacen prácticas de sodomía todas las noches (me preguntó con mucho interés el otro día, no sé por qué), pero me dice que no, que su mujer no lo entendería. Así que me veo abocada a ver Tómbola un viernes más. Conste que yo con la cultura he cumplido: me he leído dos libros, he asistido a debates, ruedas de prensa... Para lo superficial que es una, demasiado he hecho. Además, qué leche, ni que tuviera que dar explicaciones.Javier Álvarez, cantante hoy, ayer cantautor, apareció al principio de los noventa como descubierto por azar entre los arriates de flores del Retiro o revelado entre las sudoraciones del Metro madrileño como un cronista urbano con su guitarra al hombro. Hijo de la normalidad aparente por su aspecto de buen chico, algo había en él de predestinado artista de estas cosas y de la extrañeza que invade a quien de pronto se encuentra metido de lleno en una industria inesperada. Su voz y sus canciones se vendieron y fueron acogidas con tales entusiasmos que los que asistimos a distancia a esas revelaciones tuvimos que poner el gozo en cuarentena. Y de pronto, este chico, con aparente voluntad de decir cosas y cantarlas con la inocencia que la simpleza de la canción requiere muchas veces, se volvió huidizo, extraño y desaparecido. Recatado, introvertido, despertó pronto la sospecha de que el poeta ligero que servía a la canción con la sensibilidad con que él lo hacía hubiera sentido en sus ojos la irritación que los espejos de la popularidad procuran. A lo mejor estas cosas las pensamos los que no somos críticos ni de esas ni de otras músicas, simples espectadores. Muchas veces las desapariciones obedecen a cansancios simples y no al pago de facturas de una quebradiza sensibilidad con altibajos. Pero ahora, que vuelve y no vuelve, frunciendo todo el rostro en las fotografías, no sé si queriendo asustarnos o asustarse, o anunciándonos que regresa de los infiernos mismos, y habla de subidones y cansancios y de deserciones del lápiz propio y de la guitarra creadora, todo indica que su implicación de autor lo ha llevado a las depresiones que quiere superar como quien canta en la ducha.

Y así, en plan susurro, huye hacia adelante volviendo la mirada a su abuelita para obsequiarla con un Ave María o rescata del cofre sentimental de su papá el Himno de la Legión y trata de convencernos de que tan siniestra obra es, ni más ni menos, que una nana. No sorprende que la sentimentalidad de Álvarez se haya alimentado lo mismo de Sting que de Perales o de Bono que de Schubert, tanto de Caetano Veloso como de Michael Jackson: la capacidad evocadora de la canción nos ha tendido a todos muchas trampas. Pero parece no querer que le exijamos nada ahora: huye hacia adelante con un disco nuevo en el que canta a otros y anuncia, para defenderlo, que no es nada pretencioso. Pero no sabe uno si prefiere la patética pretenciosidad de algunos cantautores nuevos o esta, quizá irónica, quizá cínica, ausencia de pretensión de Javier Álvarez. Puede ser un modo de curarse en salud. Se lo preguntaré esta mañana en la SER.

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