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Reportaje:SANTA MARÍA LA BLANCA | PLAZA MENOR

Un 'murillo' escondido

A un gracioso traductor de doblaje, en una comedia musical, se le ocurrió decir: 'La lluvia en Sevilla es maravilla'. Eso, aparte de ser un ripio espantoso, puede que sea cierto cuando la pluviosidad es razonable para unas latitudes como las de esta ciudad que hoy, excepcionalmente en este invierno, goza de un aire limpio y alternancias de claros y nubes, que dicen los meteorólogos.

Con buen ánimo y paraguas, por si acaso, hoy, a media mañana, puede echarse a la calle tomando como punto de partida el Prado de San Sebastián, donde está la tapia más cara de España. Apetece dar un paseo hasta una plaza tan sevillana, en perpetua evolución, como es la de Santa María la Blanca.

Si no le parece mal, cruce la avenida que le separa de los Jardines de Murillo, también llamados de Catalina de Ribera, y entre en ellos por una de las puertas que dan paso, ya que cierto equipo municipal, velando por la moral y buenas costumbres, dispuso vallarlos con gruesas y altas rejas de férreos barrotes. Pero no importa, siga tranquilamente, goce de las mimosas y los gigantescos ficus. Si se cansa puede tomar aire y agua en la plazoleta central. ¿Ya lo hizo?, pues adelante y volverá a salir junto a la avenida Menéndez y Pelayo, frente a la Diputación Provincial, antiguo cuartel de Intendencia, al lado del puente de San Bernardo.

En esta iglesia sevillana se ve un copón del siglo XVI, en cuyo nudo hay talladas ¡sirenas!, y hasta un cáliz de Filipinas

Usted va hacia la izquierda; bordeando el antiguo bar Cobos donde Feliciano atendía a los bohemios de la noche. Adéntrese por la Puerta de la Carne, para llegar enseguida al lugar buscado. Está en el casco viejo de Sevilla, en uno de los lugares que rozaban la que fue mayor muralla de Europa, en el principio de la auténtica judería hispalense: la Plaza de Santa María la Blanca, prolongación de San José, como advierte José Luis, dependiente de uno de los establecimientos hosteleros que abundan en el lugar.

Frente al Horno de Las Doncellas, fundado en 1925 por un panadero de Alcalá de Guadaíra, verá una de las iglesias más singulares de la ciudad; la que da nombre al recinto: una antigua sinagoga, cuyo solar fue cedido a la comunidad judía nada menos que por Alfonso X el Sabio. Pero, lo que son las cosas, se reconvirtió en templo cristiano, conservando la planta original en el 1391, fecha en que implantaron, tanto dentro como fuera, el estilo gótico.

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Traspase el umbral sin fijarse mucho en la sobria fachada de la edificación ni en la espadaña de dos alturas, añadida del barroco. Aún menos en el pararrayos radiactivo que convive con la cruz de forja. Pase si es amante del arte y quedará franca y gratamente sorprendido porque lo que verá quien haga eso serán tres naves independientes, separadas por columnas de mármol rojo. Dichas naves están cubiertas por bóvedas de cañón ostentando decoración de estilo barroco y aun, al fondo, neoclásico. Los curvos techos están decorados, sin que falte un centímetro cuadrado, de motivos vegetales y figuras de ángeles trabajados en yesería atribuidos a los hermanos Miguel y Pedro Borja sobre los trazados por Pedro Roldán en 1660.

En la nave central, tras el altar mayor, un retablo igualmente barroco donde figura en posición central la Virgen de Las Nieves, hecho por Juan de Astorga, y dos copias del pintor Murillo. Los originales están, cómo no, en el Museo del Prado. Siga vagando por la iglesia y contemplará una Piedad de Luis de Vargas en un retablo del XVI; San Juan Bautista, San Francisco, Santo Domingo de Guzmán, un Eccehomo de Luis de Morales y muchas otras piezas hasta llegar a la capilla sacramental, de 1772, que mandó decorar don Luis de Salcedo, a la sazón arzobispo de Sevilla.

Ahí, aparte de la magnífica talla de San José con el Niño y una pequeña Inmaculada, admire la magnífica colección de orfebrería: seis candelabros de plata y la cruz manufacturados en el siglo XVIII por Cárdenas y Amat, o el copón del siglo XVI en cuyo nudo hay talladas ¡sirenas! y hasta un cáliz traído de Filipinas.

Hay que digerir tanto arte, incluso la Santa Cena pintada por Bartolomé de Murillo que se libró de la invasión francesa porque no creyeron que en esta capilla pudiese haber tal obra basada en un grabado de Rubens y que la leyenda dice ver en el rostro de San Juan el autorretrato del pintor.

Así que a la calle en busca de alimento para el cuerpo, que el espíritu ya va bien servido. Por eso, en dos zancadas, se cruza la calzada para pasar un rato en una de las más antiguas tascas de la plaza recoleta, casi cuadrada, decorada de copudos naranjos que ahora rebosan fruto frente al bar de los hermanos Fernando y Enrique que han ampliado su oferta poniendo mesas fuera y menús a precio de turista.

No obstante, tome su refrigerio tranquilamente sentado, deguste unas croquetas, algún pepito, montaditos de todas clases y para cualquier gusto. Si los dueños están de humor o tienen tiempo, charlen un rato con ellos. Les contarán cosas interesantes del barrio.

Aquí se crió María Jiménez, La Pipa, pasearon El Maravillas y su pareja. Suele comer Paco Lira con cualquiera de esos seres peregrinos que alimenta o permite ser alimentado y un sinfín de historias más que deberá cortar si quiere visitar la casa-palacio, hoy bastante deteriorada, de los Pujol, fechada en 1541. Tiene patio y fuente central como el Palacio de Altamira, ahora sede de la Consejería de Cultura. Entre los dos edificios está la calle María en cuyo interior han sido restauradas las Casas de la Judería, ahora hotel.

Puede que quiera sentarse, vaya al Cordobés, taberna más moderna pero espléndidamente atendida por José Luis y Paco Ortega que le harán reír comentando que ahí ha pasado de todo, como una vez que entraron una cuadrilla de orientales haciendo Kung Fu y partiéndolo todo. 'Era una película, pero no nos avisaron porque así salíamos con cara de más susto. Luego pagaron los desperfectos. Pero imagínese', comenta aún sorprendido José Luis.

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