Nubes
El columnista sabatino se halla materialmente sepultado por las malas noticias y sus grandes, corpulentos titulares de prensa. La magnitud de las desgracias que afligen al planeta hace que su columna también se tambalee, igual que los cimientos de esas casas humildes derrumbadas por el último -que es siempre el anteúltimo- terremoto clasista en India o Centoamérica.
Al columnista sabatino tanto tema le abruma, tanta desgracia human le bloquea. Casi está por tomar la decisión de Bartleby, el personaje de Melville que una buena mañana decidió no volver a escribir. Submarinos nucleares varados, vacas locas, pateras que se hunden y negocios boyantes (nunca fallan) cuyo ingrediente básico es la falta absoluta de escrúpulos. Y, por si fuera poco, vascos locos: esa especie de coro de Santa Águeda contando a voz en cuello el mismo cuento, el viejo cuento shakesperiano contado por un idiota, el mismo idiota, el idiota de siempre lleno de odio y de furia.
El columnista sabatino (que no piensa seguir el ejemplo de Bartleby) ha decidido sin embargo que el de hoy es un buen día (puede que el mejor día) para guardar silencio sobre los grandes temas de portada y ver pasar las nubes. El de la nube que pasa -lo decía Azorín- es uno de los temas que cualquier escritor que se precie debería tratar. El pasar de las nubes se parece bastante, si uno se fija bien, al pasar de la vida. La nube (esa nube que pasa en este instante sobre el campo del fútbol en donde nuestro equipo acaba de perder por goleada) es una trama en movimiento, una novela en marcha que lo mismo se puede disolver, ampliar o romper en mil pedazos. Ahora parece un barco a la deriva, un fantasmal y enorme transatlántico. De pronto se convierte en otra cosa: un elefante salido de la selva, un perro blanco, la cabeza de Juan Evangelista rodando por el cielo. El argumento cambia a medida que cambian los contornos de la nube que pasa, según soplen los vientos. La de la nube -intuye el columnista sabatino- es toda una lección de periodismo.
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