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Inmigración: la historia sigue

Josep Ramoneda

1. El coro de las maravillas de la globalización pierde su alegría cuando se habla de circulación de personas. Ante la inmigración, los poetas del fin de la historia se callan. ¿Por qué? Es siempre útil preguntarse por lo inhibido, por aquello de lo que no se quiere hablar, por la preocupación que se oculta detrás del entusiasmo o de la inquietud. Las fabulaciones sobre la globalización y los miedos ante la inmigración son la expresión de un mismo temor, de un mismo tabú: el mundo occidental es la minoría rica de la humanidad, hay varios miles de millones de personas que nos contemplan desde la miseria. Una situación así atemoriza porque se antoja insostenible. La globalización es la fantasía de que esta fractura se puede suturar, de que un día todo será uno; el miedo ante la inmigración es el temor a ser vistos, a ser reconocidos como ricos y a ser obligados a compartir nuestras riquezas. De ahí la esquizofrenia dominante ante la emigración: lo dicen las encuestas, crece la xenofobia, pero se siente compasión de los ilegales, de los que son devueltos por la fuerza a sus países; el mercado de trabajo pide mano de obra inmigrante, pero la ciudadanía quiere muestras de firmeza por parte de los gobernantes; se necesitan y se rechazan; la globalización es el mercado universal, dicen, pero se reconstruyen las fronteras.

Ante esta esquizofrenia, ¿hay un discurso realista sobre la inmigración? Reconocido el derecho a la inmigración como principio, ¿hay un modo de hacerlo compatible con la realidad sin intransigencias ni descarrilamientos? El punto de partida es evitar los discursos catastrofistas. 'No podemos albergar todo la miseria del mundo', dijo Michel Rocard hace ya algunos años. Y es verdad. Pero no es desde esta amenaza desde la que se debe plantear el debate, entre otras cosas porque dejar el propio lugar de cada uno no es nada fácil, porque llegar hasta aquí no se consigue sin grandes esfuerzos y porque sólo unos pocos -generalmente los mejores- tienen el atrevimiento de intentarlo. Precisamente por esto los flujos funcionan mientras hay posibilidades reales de mejorar la posición respecto al origen. Sin necesidad de cupos -y es razonable establecerlos- también habría umbrales de saturación. El miedo a la invasión es más un efecto de la paranoia de minoría rica de Occidente que una amenaza objetiva.

Otro lugar común del discurso catastrofista es la destrucción de identidades. Cualquier dato sirve para alimentar las pesadillas. Raymond Aron había dicho que 'las tasas de crecimiento demográfico son, a los dos lados del Mediterráneo, demasiado diferentes como para que estos pueblos de razas y religiones distintas puedan ser fracciones de una misma comunidad'. ¿Qué pasará, se pregunta a veces gente demasiado acelerada, en Cataluña o en Andalucía, dentro de veinte años, con las altas tasas demográficas de los magrebíes? Los geógrafos advierten de que las tasas demográficas no son un imperativo genético y que la urbanización las reduce drásticamente. No hay mejor anticonceptivo que la ciudad, dice el profesor Tomás Vidal. De modo que los comportamientos tienden a converger. Lo que pasaría en una Cataluña o en una Andalucía con mucha población magrebí es que los inmigrantes pronto tendrían la misma tasa de crecimiento demográfico que la población autóctona.

Desmontar los alarmismos uno a uno es fundamental en la pedagogía democrática para desautorizar al populismo xenófobo. Y al mismo tiempo, la adaptación a la inmigración tiene que hacerse sabiendo que se deberán atravesar periodos turbulentos con atmósferas cargadas. Por ejemplo, la irrupción de algún partido ultraderechista que tratara de pescar en los malestares de la ciudadanía y, probablemente, en una primera fase tendrá eco. Pero para evitar estos trances -que habrá que afrontar y superar- no hay que condicionar la política y provocar el conflicto como está haciendo irresponsablemente el Gobierno español.

Lo peor de todo es dinamitar los puentes, romper las vías de consenso, que es lo que ha hecho la Ley de Extranjería.

2. Se discute a menudo sobre modelos de acogida: separación o integración. En realidad, lo que se trata de conseguir es un proceso de adaptación. De los inmigrantes a un marco legal distinto del suyo, de los españoles a la presencia de inmigrantes, es decir, a una sociedad más cosmopolita, que es uno de los déficit que este país no tiene resueltos. El discurso multiculturalista se pierde entre la metafísica de las diferencias y la fragmentación cultural. No es el camino. Porque las diferencias no son ninguna realidad natural, sino hechos culturales surgidos en la interrelación, y nuevas interrelaciones crean nuevas situaciones culturales. Y porque, al fin y al cabo, el multiculturalismo llevado al extremo es la separación étnica, los Balcanes serían la realización utópica -es decir, que no debería tener lugar en el mundo- de esta doctrina.

Por tanto, el criterio de adaptación debe ser la ley. Ésta obliga por igual al inmigrante como al autóctono y a ella han de atenerse uno y otro. Lo dice, en entrevista de José Martí Gómez en La Vanguardia, Joaquim Giol, un sacerdote implicado desde hace muchos años en la problemática de la inmigración: 'La legalidad del inmigrante no debe vincularse a la situación laboral, sino al cumplimiento de un marco de derechos y obligaciones comunes'. Para que la adaptación sea posible, el inmigrante ha de ser reconocido como ciudadano. ¿Cómo puede adaptarse a una ley que no le reconoce? La ilegalidad es un efecto evidente de mala política, que sólo beneficia a mafiosos y traficantes. El reconocimiento como ciudadano del inmigrante hace que, a través de los mecanismos democráticos, pueda intervenir también en la formación de la ley y en la vida política activa, es decir, en el compromiso firme con la obligación.

La doble moral, tan característica de la tradición católica, se deja notar en la relación de los españoles con los inmigrantes. Por un lado, no produce grandes indignaciones que miles de personas estén explotadas en condiciones lamentables y salarios inferiores a las quinientas pesetas/hora. Pero, por otro lado, surge la compasión -como coartada compensatoria- cuando los inmigrantes se encierran en huelga de hambre u organizan una protesta. La nueva Ley de Extranjería, al ampliar a cinco años el periodo de regulación (anteriormente situado en dos) de los que están trabajando en España no hace más que favorecer las mafias: las de traficantes y las de los empresarios que presionan para tener trabajadores a disposición a cualquier hora y a cualquier precio. La nueva Ley de Extranjería parte del principio de que no es aplicable en algunos de sus términos, por imposible o por riesgo demasiado grande de conflicto. Así se empieza mal, porque se dificulta la aceptación del principio de obligación.

3. El president Pujol se preguntaba en un artículo reciente si los inmigrantes podrán sentirse españoles o catalanes: ¿Por qué? ¿Qué falta hace? ¿Qué necesidad tienen de sentirse españoles o catalanes para vivir aquí? ¿Dónde está escrito que un catalán (o un español) que viva en París o en Buenos Aires tenga que sentirse francés o argentino? Algo parecido escribía recientemente Barenboim a propósito de los alemanes: no entienden que personas de otros países y culturas puedan venir a su país sin perder su propio patriotismo. Y, sin embargo, la idea herderiana de nación que Pujol y los alemanes pueden compartir debería hacerles mucho más sensibles al argumento de que cada cual lleva su patria puesta. Aunque sólo sea como pura melancolía. Puede que sea uno de los efectos paradójicos de la globalización: la facilidad para comunicarse con los países de origen puede crear patrias transterritoriales de carácter cultural. Basta ver en el Raval de Barcelona la cantidad de locutorios que han crecido como setas en los últimos meses y que, por lo general, son de uso exclusivo de una sola comunidad. En un mundo tan interconectado habrá que seguir avanzando en la laicización de la vida pública y distinguir bien común e interés general de cultura, patria e identidad. Habrá que andar con cuidado con la doctrina de los derechos culturales, tan de moda últimamente. Poco habríamos avanzado si por este camino se introdujeran imperativos y coerciones mentales propias del pasado tiempo de las sociedades religiosas y orgánicas.

Lo más inadmisible en las políticas de inmigración es el cinismo. El cinismo del que cree especular con la ignorancia: como el Gobierno, cuando propone a los inmigrantes regresar a Ecuador para legalizarse y después volver a España. El cinismo del discurso vacío cuando se dice que la mejor manera de afrontar el problema es contribuir al desarrollo de los países de origen. Se hace difícil creer que haya intención real de actuar en esta línea. En el corazón de África hay diez países enrocados en una cruel guerra, sin ningún síntoma de que acabe. ¿Y qué ha hecho Occidente? Armarlos.

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