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Columna
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La cabina

Lo hice. No pude resistir la tentación de probarlo y reconozco que me produjo hasta un cierto morbo. Fue en plena Gran Vía y escogí la que me pareció mas limpia y de aspecto menos descuidado. No fue fácil, casi todas estaban pintarrajeadas y con signos evidentes de malos tratos. Se supone que han sido preparadas para aguantar a cualquiera. Pasan por muchas manos y siempre hay algún bárbaro que las aporrea inmisericorde porque no responden a sus requerimientos o no escuchan lo que deseaban oír. Pagan con ellas sus frustraciones, aunque en ocasiones la furia que provocan está justificada porque son capaces de quedarse con el dinero sin dar servicio al cliente ni aceptar reclamaciones. Hacía tiempo que no recurría a una de ellas y cuando bajé a la calle con la intención de realizar la experiencia que me propuse sentí la desazón y el regustillo que produce lo prohibido. Sin embargo, aquello no era ilegal, en el peor de los casos sólo alegal y en consecuencia nada tenía que temer. Me preocupaba, no obstante, lo que pudiera pensar la gente si me viera allí metiendo la mano donde no debía, pero también lo superé. Me acerqué a ella y con el mayor descaro introduje los dedos por debajo hasta comprobar lo que había. Disfruté.

Aquella era una cabina de teléfono normal y corriente, una exactamente igual a la que, el pasado domingo de madrugada, mantuvo atrapado durante casi dos horas a un joven llamado Raúl que metió los dedos en el cajetín para recoger los veinte duros del cambio que oyó caer por el canal, pero que nunca llegaron al cajetín. Ocurrió en la plaza del Dos de Mayo y a una hora en la que la zona estaba repleta de jóvenes que acuden a tomar copas. El pobre chico se esforzó durante un buen rato por rescatar su extremidad sin alertar a nadie, pero la trampilla no cedía. Le costó decidirse a pedir ayuda porque, tal y como se imaginaba, habría coña.

La hubo, y tanta que aquello parecía un circo. Los transeúntes se arremolinaron en torno a la cabina y cada uno soltaba su particular chorrada. Algunos se atrevían a dar consejos idiotas que balbuceaban sumidos en vapores etílicos. Otros participaban a la víctima su inútil condolencia por la estupidez superlativa de la situación que estaba viviendo. Hubo incluso algún imbécil que le acusó a gritos de ser un chorizo, como si el cajetín telefónico hubiera mordido la mano de quien trataba de forzar la cabina para llevarse la recaudación. Para el muchacho la sensación de ridículo fue infinitamente más dolorosa que la extorsión que soportaban sus falanges. Fue su novia quien llamó a los servicios de emergencia y allí se congregaron una unidad móvil del Samur, dos dotaciones de bomberos y varios efectivos de la Polícia Municipal. Ninguno de ellos valió para rescatar sus dedos de la voraz cabina. Le taparon con una manta, le dieron manzanilla, y así hasta que apareció el técnico de Telefónica que, introduciendo una clave, desatornilló el aparato liberándole en cinco minutos. Según explicó la compañía, sus cabinas están diseñadas para atrapar a los intrusos que metan un cuerpo extraño. Entiendo que Telefónica esté dolorosamente harta de los actos vandálicos en sus cabinas, pero eso no le da derecho a poner un cepo que no distinga entre un mangante y quien legítimamente trate de recuperar el dinero que la maquina le debe.

Todos los usuarios de cabinas nos hemos sentido alguna vez estafados al tragarse el aparato nuestras monedas sin haber logrado siquiera comunicar. Sólo con los millones que Telefónica trinca en las cabinas por llamadas que nunca prosperaron pueden comprarse una cadena de radio y un canal de televisión. Si la compañía se afanara tanto en evitar que sus aparatos timen a los usuarios como en protegerlas de los maleantes no habría tantos dedos buscando infructuosamente en los cajetines. En el colmo de la soberbia, sus directivos le niegan a los bomberos la posesión de una llave maestra que libere a las posibles presas de sus cepos argumentando que eso sería como darles la llave de la recaudación.

Está claro que lo importante para ellos es el dinero, no la integridad física de los usuarios, y aquí todos somos chorizos mientras no se demuestre lo contrario. Por eso cuando mis dedos burlaron la trampa y lograron salir indemnes tras hurgar en las entrañas de la cabina experimenté una agradable sensación. Fue como tocarle las narices a Goliat.

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