Hemos vuelto a hundirnos a nosotros mismos
Cuando Ariel Sharon habló nada más conocer su victoria, sus seguidores pitaban cada vez que se nombraba a Barak o se mencionaba a la izquierda israelí y a los palestinos. No hay duda de que los votantes les han castigado a todos ellos de una forma realmente dolorosa; y como dijo, con gran ingenuidad, un votante: 'No sé si Sharon es lo mejor para Israel, pero es lo que se merecen los palestinos'.
Es posible sospechar que el mismo Sharon no se cree cómo le ha podido pasar esto. Ese hombre al que muchos ya consideraban agua pasada, ese político implacable, astuto, extremista, de conducta dudosa, ese hombre que ha fracasado en casi todos los cargos públicos que ha desempeñado y que ha traicionado a casi todos sus socios de Gobierno, tiene ahora en sus manos un país entero. A partir de ahora podrá aplicar en ese país sus ideas políticas, y esta vez -a diferencia de lo que ocurrió en el pasado- casi nadie podrá pararle. Puede que precisamente ésa sea la causa de que en los últimos días de la campaña electoral, cuando ya su victoria estaba asegurada, cambiase el estado de ánimo de Sharon.
Conocido por su sorna y su sentido del humor cínico y brusco, Sharon parecía días antes de las elecciones un ser triste y sin fuerza. Algunos de sus colaboradores llegaron a decir que 'parecía que algo se hubiese apagado en él'. Por primera vez en su vida hubo momentos en que parecía incluso estar asustado.
Durante toda su vida, Sharon se mantuvo en la oposición -hasta cuando ha sido ministro de algún Gobierno-, y siempre, absolutamente siempre, ha puesto en entredicho la autoridad de sus superiores, tanto en el Gobierno como en el Ejército. Durante gran parte de su carrera política y militar, ha desobedecido órdenes, se ha enfrentado a sus superiores e incluso los ha engañado -como pasó en la guerra de Líbano-.
Y ahora, de repente, a sus 73 años, él es la autoridad y el responsable de todo. Y no hay quien pueda detenerle.
Es el primer ministro de uno de los países más complicados del mundo, inmerso en la situación más delicada desde hace muchos años. Y en el fondo de su corazón, Sharon sabe que, si quiere asegurar el futuro de Israel, tendrá que renunciar a una parte importante de las ideas, las creencias y los símbolos que ha defendido durante años. Si no lo hace, no hay duda de que enfrentará a Israel no sólo con los palestinos, sino con todo el mundo árabe.
Quizás por eso Sharon está preocupado, y precisamente esa preocupación y esa primera consciencia de la responsabilidad política y de la complejidad de los dilemas a los que un primer ministro se ha de enfrentar sean dos señales alentadoras con las que poder consolarnos en estos días tan difíciles. No hay otra esperanza.
En este contexto es interesante destacar que siempre que la derecha ha llegado al Gobierno ha dado la sensación de que sus dirigentes no se sentían realmente seguros al mando. Había algo en la retórica de los primeros ministros de derechas -de Beguin a Netanyahu- que hacía que siguiera pareciendo la retórica de la oposición, de alguien que se queja contra un Gobierno legítimo, a pesar de ser ellos los que estaban gobernando. Por ejemplo, con Netanyahu hubo épocas en que el propio Gobierno se comportaba como si estuviera en minoría, perseguido por un 'Gobierno hostil invisible', y como si no creyera en su legitimidad para gobernar.
Si ahora pasa lo mismo, pronto seremos testigos de cómo se caldea el ambiente en la política israelí. Este hecho puede implicar una conducta más agresiva hacia el exterior y una arrogancia llena de desprecio hacia los países vecinos -como se recordará, Sharon promovió la guerra de Líbano para provocar, a fin de cuentas, que los palestinos controlasen a Jordania-. Eso hará que los ánimos se caldeen también dentro de Israel y se polaricen aún más las posturas. La experiencia de años con un Gobierno de derecha nos advierte de que siempre tenderá a impresionar con actos extremistas en los que, aparentemente, hay algo de 'esplendor' -palabra mágica para la derecha desde la época de Jabotinsky- y que en ocasiones oscilan entre lo grotesco y lo catastrófico.
A la escena pública han vuelto a subir los elementos más extremistas, fanáticos y fundamentalistas de Israel. La esperanza que albergaba el centro moderado y laico de convertir a Israel en un país verdaderamente democrático, menos combativo en su carácter y más civilizado e igualitario, se ha desmoronado.
Y de nuevo vuelve una vieja y angustiosa sensación: que, debido a un desafortunado desarrollo de los acontecimientos y también a una historia difícil y traumática, los israelíes están condenados a girar una y otra vez alrededor de una especie de nudo temporal, por lo que vuelven a cometer los mismos errores, caen en las mismas enfermedades y se estrellan con los mismos fracasos; es como si de golpe hubiéramos vuelto a la situación de hace treinta o cuarenta años, a la retórica de la guerra, al fanatismo religioso, a impulsar los asentamientos de colonos en los territorios ocupados, a acrecentar el conflicto entre nosotros y nuestros vecinos. De nuevo se cumple la regla que cada uno de nosotros reconoce abiertamente entre sus más allegados: hemos vuelto a hundirnos a nosotros mismos.
Nada más conocerse su victoria -como ya había hecho durante toda la campaña electoral-, Sharon invitó al Partido Laborista a que se uniera en un Gobierno de unidad nacional. Sin duda, con ello manifiesta el anhelo de muchos israelíes, tanto de derechas como de izquierdas, que están deseando que vuelva a Israel la sensación de fraternidad. Es difícil ver elementos que puedan unir a ambos partidos, pero, si se consigue llegar a algún punto intermedio, Israel caerá en el mismo error trágico en el que está cautiva desde hace años: de nuevo Israel adoptará ante el mundo árabe una postura política fruto de la conciliación entre los sectores de centro izquierda y entre los de derechas, una conciliación que no se corresponderá con las exigencias y las esperanzas de los palestinos; es decir, no se corresponderá con la realidad. De nuevo, Israel estará inmersa en una negociación virtual entre sí misma, entre ella y sus miedos. Y se sorprenderá, e incluso se sentirá traicionada, cuando los palestinos les tiren sus propuestas a la ca
David Grossman es escritor israelí.
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