El Alicante de Eugenio Bañón
La otra tarde quise darme un baño de nostalgia y me acerqué a ver las fotografías de Eugenio Bañón que se exponen en la sala de la CAM. Al llegar, encontré el lugar abarrotado por decenas de alicantinos que, como yo, habían decidido viajar por su pasado y contemplaban arrobados las imágenes de un Alicante que existió cuarenta o cincuenta años atrás. Efectivamente, allí estaba, tal y como a menudo la recuerdo, la ciudad de mi infancia y de mi primera juventud.
Durante los años 50 y 60, Bañón fotografió incansablemente Alicante y su provincia. Paisajes, edificios, procesiones, actos públicos, y cualquier acontecimiento mínimamente relevante, fueron captados por la cámara de este hombre que acabaría por convertir su afición en un documento social extraordinario. Por fortuna, Bañón jamás tuvo veleidades artísticas a la hora de fotografiar. Su obsesión no fue otra que la de conseguir una buena fotografía, de técnica impecable. Eliminó, pues, esa capa de retórica a la que tan aficionados son algunos fotógrafos, y se preocupó tan solo de encuadrar con la luz y la distancia adecuadas. El resultado son unas fotografías neutras, objetivas, en las que la carga de emotividad debe ponerla el espectador.
Fui a ver, como les decía, la exposición de Eugenio Bañón y lo que vi fue lo siguiente:
Vi alicantinos intentando averiguar quienes eran los alicantinos que aparecían en las fotos y que lanzaban gritos de alegría cuando acertaban en algún reconocimiento.
Vi al músico Oscar Esplá, muy bien vestido, leyendo el fallo del premio de su nombre, que convocaba el Ayuntamiento de Alicante, mientras unos caballeros aguardan que finalice la lectura.
Vi a los jóvenes escritores Enrique Cerdán Tato y Ernesto Contreras que asisten, circunspectos, a la inauguración de una academia escolar, mientras bendice el local un sacerdote, hisopo en mano.
Vi un barco del que una grúa descargaba sacos de queso y leche en polvo procedentes de la ayuda americana, que se convertirían en nuestra merienda de niños pobres.
Vi el cabo de la Huerta y la Albufera cuando eran un territorio virgen que aguardaba la llegada de los griegos y sus dioses.
Vi también una ciudad de belleza armónica que desaparecía ante mis ojos y recordé el júbilo de los alicantinos cuando edificaron la Torre Provincial y el Gran Sol y los diarios afirmaban que, gracias a aquellos enormes edificios, Alicante se transformaba en una capital.
Pero, sobre todo, vi el tiempo aburrido y gris de la dictadura, con sus domingos inacabables. Vi gente de aspecto atribulado y de sonrisa opaca. Vi una ciudad sin alegría y pensé en como la dictadura sojuzgó a un país hasta envolverlo en su mediocridad.
Y contemplando todo aquello, me alegré de que los años de mi adolescencia fueran ya tan remotos e imposibles, y me marché de la exposición sacudiéndomelos de encima, mientras pensaba que había acudido a darme un baño de nostalgia y regresaba empapado de tristeza.
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