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Columna
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Música antigua

La ciudad de Sevilla mantiene una cordial relación con la música antigua. Digo antigua, y no clásica o sinfónica, porque excluyo explícitamente las grandilocuencias del Maestranza, con sus abonos para abrigos de visón y sus candilejas cargadas de bombillas. Hablo de una relación más íntima y más callada, que casi no necesita de la publicidad para efectuarse y a la que desagradan los focos. Nuestro conservatorio cuenta con un número respetable de alumnos consagrados a instrumentos como el clavicordio, la flauta de pico o la viola da gamba, interés que se va reflejando también de cuando en cuando en las salas de conciertos. Tenemos nuestro muy vistoso Festival de Música Antigua de cada año, en el Lope de Vega, donde hemos podido escuchar a Gustav Leonhardt o Philip Pickett: festival que me infunde nostalgias del futuro, este año que no podré ir para presenciar un par de codiciadas versiones de Monteverdi. Tenemos la iniciativa de la Obra Cultural de la Caja San Fernando, que desde octubre se dedica a repartir jóvenes músicos por las iglesias de Sevilla para rescatar el repertorio más escondido de John Dowland, Marais, Pergolesi. Qué alejado está allí todo, a Dios Gracias, de los gallináceos conventículos del Maestranza, de los señores con bigote que se llevan los libretos del CD a las sesiones de ópera, por eso de que el italiano o el alemán se les haga menos opaco. En recogidas capillas barrocas, a una media luz del color del bronce, los acentos de aquellos compositores muertos vuelan entre las columnas salomónicas, entre santos cubiertos de sangre, entre ángeles de alas lastimadas. Todos los asistentes, un número cabal de desconocidos que sólo se cruzan en esas reuniones, salimos mejores personas de las iglesias, como si el contacto con el espíritu nos hubiera provisto del necesario lenitivo para las congojas de cada día.

La Caja San Fernando, mediante su Obra Cultural, ha llevado la cosa más lejos y ahora se dispone a editar un disco que recopila interpretaciones de algunas de esas jóvenes formaciones. Repaso el catálogo y advierto que las conozco a todas, a casi todas: a una la escuché con tres personas más en un auditorio de un pueblo de la periferia, a otra en algún acto cultural de algún ayuntamiento que buscaba postín. He visto pedazos de esos grupos ofreciendo su música al sol y a las palomas en cierta plaza de Sevilla, una mañana de sábado y cerveza; o en la antesala de La Carbonería, que también hace lo suyo por difundir las maravillas de estas partituras con tantos siglos de silencio. En nuestros días de relatividad y caos, es grato comprobar que todavía alguien se dedica a preservar las bondades de la simetría, del orden: ésa y no otra es la enseñanza perdida de la que nos hablan los compositores antiguos, la de creación en forma de cosmos, de un conjunto orgánico de sonidos que reproduzca la magna distribución del universo. Esa música nacía de mentes extasiadas que confiaban en algo en lo que hoy nos cuesta mucho confiar: que el mundo poseía un armazón, un andamiaje de razón y belleza, que todo era perfecto en su brutalidad, que el cielo y la tierra formaban parte de una enorme basílica cuya arquitectura era posible adivinar, reproducir, contemplar, mediante colores, palabras y números.

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