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La única vía

Borja de Riquer ha publicado en este periódico un artículo -Ernest Lluch y el 'ambiente' de Madrid- en el que cuenta cómo Lluch se quejó con amargura, poco antes de ser asesinado, de que casi nadie quería presentar en Madrid el libro Derechos históricos y constitucionalismo útil, obra colectiva publicada hace unos meses bajo la dirección del propio Lluch y de Miguel Herrero, debido a la notable incomprensión, e incluso hostilidad, hacia las tesis en él defendidas. Es, por lo visto, un libro maldito que nadie ha podido adquirir en las librerías y que, sin embargo, está agotado, según sus editores. Me sorprende, pues, como autor de uno de los trabajos que contiene, el libro me pareció un esfuerzo más, realizado con mayor o menor acierto, para desbrozar un terreno enmarañado e incapaz -por su carácter- de despertar un rechazo visceral.

A finales de 1997, Herrero y Lluch me invitaron a un curso sobre Derechos históricos y constitucionalismo útil, a celebrar en San Sebastián, durante el verano de 1998. El título de la ponencia que me encargaron fue Lenguas y derechos históricos. La invitación me sorprendió. ¿Por qué pensaron en mí? La única respuesta posible es que había venido sosteniendo desde hacía algunos años, en las páginas de La Vanguardia, periódico en el que por aquel entonces los tres colaborábamos, la negociación transaccional -fruto del diálogo- como única forma de alcanzar la paz en el País Vasco. Así, había resumido varias veces mis ideas en tres puntos: 1º La sociedad vasca se divide políticamente entre nacionalistas y no nacionalistas, siendo un puro voluntarismo la pretensión de distinguir entre demócratas y antidemócratas. 2º En el País Vasco existe una guerra revolucionaria larvada (dado que el terrorismo es la versión actual -y urbana- de la vieja guerra de 'guerrillas'), mediante la que una parte de la población pretende imponer sus ideas a la otra ('unos varean las ramas y otros recogen los frutos'). 3º Como toda guerra, el conflicto sólo terminará -al ser imposible la victoria armada de cualquiera de las partes- mediante una negociación entre nacionalistas y no nacionalistas, en la que, previa cesación de la violencia, se llegue a un acuerdo transaccional.

De hecho, el curso, y el libro que generó, son un esfuerzo más de entre los dirigidos a encauzar el problema político que plantea la satisfactoria integración del País Vasco en el Estado constitucional español. A tal fin, los trabajos reunidos participan de las siguientes ideas básicas, cuya formulación inicial y mejor construida se debe a Miguel Herrero:

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1ª La Constitución reconoce que existen en España diversos cuerpos políticos diferentes del Estado, titulares de Derechos Históricos en los que se encarna su identidad diferenciada.

2ª Los Derechos Históricos no son una reliquia, sino una categoría jurídica positivizada por la Disposición Adicional Primera de la Constitución.

3ª El 'marco' de la Constitución que delimita los Derechos Históricos se concreta en los vínculos institucionales que aquélla establece y en la comunidad de valores que proclama.

4ª La concurrencia en España de diversos cuerpos políticos titulares de Derechos Históricos provoca que su relación con el Estado haya de ser paccionada, es decir, fruto de un pacto.En esta línea, mi aportación se concretó a defender la ampliación del ámbito de la Disposición Adicional Primera de la Constitución más allá de los territorios con 'una peculiar forma de organización de los poderes públicos', como son el País Vasco y Navarra, hasta incluir también a los territorios con 'un régimen jurídico propio en otras materias', como Cataluña, que tiene una lengua propia y un Derecho Civil también propio.

Resulta fácil descalificar este intento -con referencia a Lluch- como 'salidas espurias, apaños criptoespañolistas, pequeñoburgueses'. Pero es un error, porque las fórmulas jurídicas son siempre un 'apaño'. El Derecho no es una ciencia, sino una técnica -ars-, a mitad de camino entre el pensamiento filosófico y el puro casuismo, que brinda pautas de actuación aptas para instrumentar 'apaños' que resuelvan conflictos de intereses. A tal fin, la norma jurídica no ha de ser acatada como ratio scripta. Al contrario, debe adoptarse una concepción instrumental del Derecho, que ha de ser interpretado -más allá de su lógica interna- desde la doble perspectiva vivificadora que brindan, por una parte, la historia del caso concreto que se ha de resolver y, por otra, los fines que se pretenden alcanzar. Éste es el 'constitucionalismo útil': la Constitución entendida como un mero instrumento para la realización del único orden jurídico posible: el que surge del pacto.

Pero la oposición a estos planteamientos no surge por razones jurídicas, sino por motivaciones políticas. Sólo por éstas se explica que se haya acusado a Lluch de querer dividir a los demócratas con un 'ideario romo, empecinado y estúpido'. Frente a estos agravios, afirmo que todos quedamos emplazados para constatar cómo, antes o después, se impondrá la fuerza de los hechos y, en consecuencia, se impondrá este despreciado ideario propugnador del diálogo. Un diálogo que hay que acometer -según Herrero y Lluch- 'no reabriendo un periodo constituyente, pero sí reviviendo el espíritu constituyente de imaginación, generosidad, transacción y consenso. Sin aferrarse a las palabras, sino atreviéndose a escribir palabras nuevas'.

Ahora bien, por otra parte, esta apelación al diálogo no puede ni debe eludir tampoco un aspecto especialmente grave del conflicto vasco. Porque cada vez es más manifiesto que, para algunos, la exigencia de autodeterminación encubre el intento deliberado de perpetuar el control político, social y económico del 'ámbito vasco de decisión' en manos de un grupo social originario, definido identitariamente, con exclusión expresa de los inmigrantes que no renuncien a su identidad de origen. Dicho de otra manera: el problema no radica en una confrontación entre España y Euskadi, sino entre las dos mitades casi iguales en que se divide la sociedad vasca. Por ello resulta también decisivo aceptar la Constitución -y el Estatuto- no como dogmas intangibles e inmodificables, que no lo son, pero sí como unos presupuestos legales a los que no se puede obviar y de los que se debe necesariamente partir. Si no se hace así, se lesionarán de modo irreversible los derechos individuales de los ciudadanos que no son vascos de origen, en aras de unos derechos colectivos convertidos, de este modo, en la coartada del dominio de una parte de la población vasca sobre el resto. Fascismo puro y duro se llama esta figura.

Procede, por tanto, huir de dos extremos. Huir de quienes, inflamados por un espíritu de reconquista recobrado, pretenden emprender en los próximos meses la 'armonización' de las Comunidades Autónomas en aras de un 'neocentralismo' siempre al acecho, y, a tal fin, ensalzan la Constitución como un dogma intangible e interpretan el pacto antiterrorista en clave de lucha antinacionalista. Pero hay que huir también de quienes, transidos de celo pacificador, hacen tabla rasa de la legalidad vigente y confunden el diálogo con la lisa y llana abdicación de derechos, lo que es doblemente discutible si los derechos abdicados son ajenos. Se trata, en suma, de dos extremos que, todo sea dicho, se tocan. ¿Adivinan en qué? En el amor patrio, diverso en el objeto, pero idéntico en el exceso.

Por ello, frente a ambos extremos, la única vía -no la tercera vía- es la vía marcada por la Constitución, una ley que a todos nos hace libres y a todos nos iguala. Una ley que no ahorma rígida e irrevocablemente la realidad sobre la que se aplica, sino que permite alumbrar el único orden jurídico concreto que es viable: el que nace de la convicción social dominante.

Juan-José López Burniol es notario de Barcelona.

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