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Columna
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La exhibición de la derrota

Josep Ramoneda

A menudo la magnitud de las derrotas políticas depende de cómo las vive el perdedor y de cómo las percibe la opinión pública. Desde que Mas ganó la batalla a Duran y consiguió que Pujol le invistiera como heredero, se sabía que Duran lo había encajado muy mal. Con su dimisión se confirma este extremo. Para el común de los mortales, que el heredero de Pujol en la coalición nacionalista fuera un hombre del partido mayoritario -el convergente Mas- entraba perfectamente en la lógica de las cosas. Duran ha querido que todo el mundo sepa una verdad que de otro modo hubiese quedado para el pequeño grupo de los enterados: que perdió y que la derrota le ofendió profundamente.

Costará saber la letra pequeña de esta historia, hecha de conversaciones en la cumbre convergente, con pocos testigos y muchas medias palabras, y fruto de unas largas relaciones fraternales llenas de los despechos y resentimientos que se acumulan en la vida familiar. En cualquier caso, Duran ha construido su irritación sobre un malentendido, sobre promesas que él creyó haber oído y que Pujol piensa que nunca hizo.

La dimisión de Duran prolonga la sensación de estado de crisis en la coalición nacionalista. Si Pujol pensaba que declarando ganador a Mas resolvía la crisis de decadencia, se equivocó

En la última campaña electoral, Duran tuvo una participación muy destacada. En Convergència reconocen que su papel fue probablemente decisivo para que la derrota en votos fuera suficientemente pequeña para salvar la victoria en escaños. Duran asumió con profesionalidad y energía el papel de ariete de la campaña de Pujol. Y aquí se forjó el malentendido. Pujol transformó el reconocimiento al trabajo de Duran en la solución salomónica de dotar al Gobierno de dos números dos, lo cual equivalía a reconocerles a ambos la condición de aspirantes. Así lo entendíó Duran. Convencido de que un duelo con Mas, en que los dos partieran en igualdad de oportunidades, lo ganaría de calle. Duran probablemente sobrevaloró sus fuerzas. Los sondeos de opinión no dieron en ningún momento una valoración tan superior de su parte que obligara al otro contendiente a rendir armas. Pero sobre todo Duran quiso olvidar las relaciones de fuerza de partida: el muy superior peso de Convergència sobre Unió en la coalición, que hacía que la supuesta igualdad de oportundidades fuera sólo una fantasía.

El primer año de la legislatura pasó con los dos consejeros mirándose de reojo, los dos partidos jugando sus bazas y la oposición contemplando una pelea que cuanto más se alargaba más letal era para la coalición nacionalista. La coalición estaba en estado de crisis latente permanente. Y Pujol entendió que no podía seguir así si no quería acabar como en sus peores pesadillas. El árbitro no era neutral. Y otorgó a Mas un penalti que Duran entendió que era decisivo. Se va sin siquiera intentar detenerlo. Deja la portería y da la mano al árbitro porque da por perdida la primera fase. Al dimitir le otorga definitivamente al conseller en cap el título de campeón del torneo de apertura. Queda por ver si habrá torneo de clausura.

Duran nunca ha manifestado una gran vocación de gobierno. En realidad, siempre había eludido entrar en los gabinetes de Pujol, porque entendía que, por lo menos hasta el momento de aspirar a la suprema unción, su lugar estaba en el partido. Vuelve de este modo a su estado natural: a la política de partido. Desde ella se construyó un nombre, se perfiló una figura. Para ello contó con la ayuda muy valiosa de socialistas y populares, que no dejaron de cortejarle nunca pensando que de este modo sembraban la discordia en Convergència. Los políticos son tan aficionados a las elucubraciones sobre la contradicción principal y la contradicción secundaria como éramos hace treinta años los jóvenes althusserianos.

Después de las últimas autonómicas, Duran fue consejero por cálculo tácito. Entendió que aceptar, por fin, un puesto en el Gobierno era condición necesaria para poder aspirar: un gesto de solidaridad con la coalición y un signo a la opinión pública de que él también es capaz de gestionar. Desvanecido el objetivo, perdida la carrera por la sucesión, la tarea de gobierno le resultaba perfectamente prescindible. Y toma distancia: se va al partido -su casa- a reflexionar, hacer planes de futuro y definir la estrategia después de haber sido pillado durante un año con el pie cambiado.

La dimisión es evidentemente un puntillazo al conseller en cap. A Pujol no le ocurrían estas cosas, dirán algunos, porque en la medida en que todo el mundo ve al presidente camino de la salida, las culpas de que las cosas vayan mal serán de Mas. Mas habrá aprendido que no le queda un camino fácil. Y que una vez se ha deshecho de Duran, para completar su jugada debe salirse de la tutela de Pujol y caminar a su aire. La pasada semana, el presidente Pujol se fue a Madrid a presentar a Mas en sociedad. ¿Un conseller en cap del Gobierno catalán necesita introductor en la corte? No es precisamente así como Mas se labrará una imagen de autonomía y personalidad propia. Y es difícil compaginar el mensaje convergente de cambio de ciclo: ni Pujol ni Maragall, Mas es la nueva generación, si el hijo no ha podido emanciparse de la tutela del padre. Muchas herencias se perdieron en este país por esta razón.

La dimisión de Duran prolonga la sensación de estado de crisis en la coalición nacionalista. Si Pujol pensaba que declarando ganador a Mas resolvía la crisis de decadencia, se equivocó. Estas crisis no se resuelven hasta que la sucesión ha sido efectiva y hay un nuevo líder con autoridad y sin tutelas. Y para que esto ocurra tienen que pasar muchas cosas todavía. De momento, lo que ha ocurrido es que Pujol ya lleva dos cambios de gobierno en un mes y aún le falta un tercero: la sustitución de Vilajoana.

Sin embargo, Duran tiene un margen de maniobra limitado. Mientras la crisis de la coalición se mantenga viva, Duran seguirá existiendo políticamente. Habrá muchos espontáneos dentro y fuera de la coalición dispuestos a ayudarle en esta tarea. Pero tendrá que medir muy bien sus gestos, porque si se le fuera la mano, si se dejara seducir por las propuestas de flirteo de los populares y de los socialistas, podría pagarlo muy caro: un electorado tan conservador como el catalán no perdona a traidores. Duran vuelve a la acumulación primitiva: sumar fuerzas desde su partido, reconstruir la imagen después de la derrota y esperar una coyuntura favorable. De momento, habrá que ver cómo responde Convergència a su golpe de fuerza: si se ablanda en las negociaciones sobre el futuro de la coalición o, al contrario, endurece su postura ante el desaire. Lo cierto es que para Unió difícilmente hay salvación fuera de la coalición. Otra cosa sería para Duran a título estrictamente personal. Quizá ahora se arrepienta de no haber aceptado la oferta de Aznar para ocupar la cartera de Exteriores. Entendió que era un pulso demasiado fuerte hacia Pujol y no aceptó. Y, sin embargo, ha perdido el pulso con Mas.

Desde la oposición se jalea el espectáculo de la crisis de la coalición nacionalista. Y se celebra que Mas se estrene recibiendo un golpe de su adversario. Todo parece confirmar la idea de que el tiempo de Convergència i Unió se está acabando. Maragall da por supuesto que no tiene que hacer otra cosa que esperar a que la fruta caiga en sus manos. Y si las cosas siguen así, no va a necesitar grandes esfuerzos para ganar. Pero en política los excesos de confianza se pagan. Mas tiene todavía tiempo por delante. Tampoco Pujol por carca y Aznar por necio, les llegaban, según decían los socialistas, ni a la suela de los zapatos: Pujol lleva 20 años gobernando, Aznar, 5.

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