La memoria de los nombres
Las ciudades cambian con más velocidad que el corazón de un hombre, afirmaba un paseante tan cruel como Baudelaire, quizá porque cualquier ciudad es un paisaje construido a base de vida. Cualquier ciudad contiene promesas diferentes de los anuncios comerciales, cualquier ciudad es también la memoria de los nombres que la pueblan: ahora sé que la calle donde pasé mi infancia y adolescencia, en Sant Feliu de Guíxols, se formó con la ejecución urbanística de la antigua huerta Surós, un ámbito urbano que limitaba con la carretera de Girona, y que fue promovida en el año 1887 por los hacendados guixolenses Josep Canals, Joan Magret y Miquel Tornabells. También sé que, con anterioridad, el arquitecto provincial Félix de Azúa y Gasque (artífice, en su posterior aventura americana, de la nueva construcción del cementerio de Santiago de Cuba) había realizado un proyecto de apertura y rectificación de diversas calles que desembocaban en la carretera provincial, y que éste no fue aceptado a pesar de ser mucho más beneficioso para el municipio al buscar el equilibrio de la distribución de las manzanas aptas para construir.
El esfuerzo de Gerard Bussot, autor de un libro sobre las calles de Sant Feliu de Guíxols, ha sacado a la luz peripecias ocultas detrás de sus nombres
Mi infancia en Sant Feliu hacia 1970, pues, se desarrolló en la calle de Barcelona, un nombre cuyo origen y significado no alberga ningún misterio, ya que no son pocas las relaciones y los vínculos establecidos con la ciudad condal: Sant Feliu, por ejemplo, sufrió la furia de las tropas castellanas de Felipe IV por haberse convertido en una base de operaciones marítimas con las cuales se intentaba abastecer a la Barcelona asediada de los años 1651 y 1652. Es mucho más sorprendente, en cambio, descubrir que cuando se aprobó su nombre, entre 1888 y 1889, tan sólo existía en la población otra calle que hiciese referencia a un punto geográfico, la de la distante ciudad arábiga de Adén. Hubo quien quiso observar en tal denominación un error fonético (Adén en lugar de edén), pero lo cierto es que el propietario que cedió gratuitamente la finca para su urbanización, Bonaventura Mas y Calzada, había residido y sentado comercio en dicha ciudad del golfo pérsico: creía que no sólo con el arte se supera la fugacidad de la vida humana. Quien quisiera visitar esta exótica calle de Adén la localizaría entre la calle de Miquel Surís, jurista de la ciudad y autor de un celebradísimo y olvidado libro, La paz en el siglo XIX o teoría sobre el poder político, y de la rehabilitación del poder moral en Europa, y la calle de Iris, sin ninguna relación con el fenómeno meteorológico y sí, en cambio, con una figura jurídica llamada Iris de paz, empleada cuando las partes en litigio coincidían en solucionar amistosamente sus disconformidades.
Son algunas de las peripecias ocultas que laten detrás de los rótulos de las calles de Sant Feliu, y que ahora, gracias al titánico esfuerzo de Gerard Bussot entre papeles y legajos de archivos diversos, pueden leerse en Carrers, cases i arquitectes (Sant Feliu de Guíxols, des dels inicis fins al 1931), un libro coeditado por el Ayuntamiento de la ciudad y la Diputación de Girona. Como si se presenciara la fundación de una patria, como si se siguiera paso a paso el asentamiento de diversas comunidades de colonos, el libro informa sobre la evolución urbanística, desde los albores en los siglos V-IV a. C. hasta los trazos fisonómicos de un centro urbano que no consiguió sobreponerse a los delirios turísticos de mediados de siglo; concede merecida atención a arquitectos, ingenieros y maestros de obra; analiza la tipología de las construcciones, y se zambulle con entusiasmo contagioso en los azares y las vanaglorias que condicionaron la denominación de las calles. Ahora sé que, además de constituir una mezcla de ocio y trasiego, el resultado de una combinación entre lo precioso y lo feo, entre lo sólido y lo cómicamente falso, cualquier ciudad es también un abismo de voces y memorias perdidas en el pasado. Ahora sé que, enmarcados en cada placa que preside una calle, hay nombres perdidos en el olvido que se alzan en un intento por perpetuar afanes sublimes y vulgares, éxitos felices y desgracias empeorables que no distan demasiado de los del foráneo que se entretiene errando por las callejuelas del barrio céntrico, o de los del habitante autóctono que ignora lo pintoresco de una esquina porque allí ha sufrido su infancia.
Jamás se puede rescatar del todo lo que olvidamos, afirmaba Walter Benjamin, un paseante más sentimental que Baudelaire, e insinuaba que quizá era mejor así, porque de esta manera nos ahorrábamos llevar el peso por toda la vida vivida que nos prometería la recuperación de las costumbres perdidas. Pero leyendo la monografía de Gerard Bussot, contemplando parsimoniosamente las múltiples fotografías que acompañan al texto, es de agradecer que alguien se ocupe de estimular la imaginación inútil de la nostalgia, que los rótulos de las calles de Sant Feliu hayan quebrantado la ley del silencio y del olvido y hablen de tragedias vulgares y felicidades efímeras, de peripecias sin importancia, de un paisaje construido a base de vida: la memoria de los nombres no miente.
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