El sueño protector
La belleza es injusta, se nos dice, ya que no distribuye sus dones por igual. Ni siquiera se permite recompensar a las almas más honradas y dejar de lado a los imbéciles morales. En eso se parece al talento, del cual puede ser beneficiaria una gran persona o una auténtica rata, como demuestra palmariamente el caso de Francisco Umbral, gran escritor, mera persona.
Pero las injusticias de este valle de lágrimas no paran aquí: Verónica Martín, ahí es donde yo quería ir a parar. En el moroso desfile de modelos que precedió a su nombramiento como Miss Euskadi 2001, la chica de Portugalete destacó por su estilo incomparable. Y es que una cosa es la belleza, y otra el estilo, la categoría, la clase, esa suerte de belleza elevada a la segunda potencia. Verónica, entre las bellas, era además la más elegante. Mi versallesco sentido de la estética aprobó interiormente (muy interiormente: contemplé el pase de modelos en familia) el ponderado dictamen del jurado.
Las primeras declaraciones de la chica han demostrado que, a pesar de tantos atributos exteriores, tampoco se halla exenta de los otros. En una infrecuente exhibición de lucidez, recientemente ha declarado que no conoce mejor tratamiento de belleza que dormir, dormir bien, dormir muchas horas. Sabias palabras, a fe mía. No podía arrancar un artículo con mejor argumento de autoridad (el de una chica guapa) habida cuenta de la poca cancha que el sistema mediático proporciona a otras voces. Conviene, en cualquier caso, reflexionar sobre el hecho de dormir.
La sociedad en que vivimos es la sociedad del peligro. Los juguetes de los niños pueden ser dañinos. Los materiales de ciertas viviendas ocultan elementos cancerígenos. Fumar es suicidarse y beber agostar el cerebro. Vacas locas, pollos belgas, uranios ricos o pobres. La marea negra. La radiación que surge de no se sabe dónde. Los accidentes laborales. El síndrome aeronáutico de la clase turista o la depresión postvacacional. La extraordinaria afición que ha tomado nuestro tiempo a la ciencia estadística desencadena ese efecto paradójico: que no podemos pestañear sin aumentar de algún modo nuestras posibilidades de palmarla.
Fruto de esa conjunción de riesgos, la salud ha dejado de ser un estado deseable para convertirse en una auténtica obsesión. Presiento que la vida de alguien que intentase conjurar tantos peligros sería la de un auténtico cadáver. Si fuera por algunos médicos, asistiríamos al mundo desde una aséptica burbuja. Quizás sería más seguro, sin duda, pero también más aburrido. Y, sin embargo, cuando se habla de salud casi nunca se alude a lo más imprescindible: el sueño. Quizás porque el sistema económico no podría tolerar todos sus efectos. Trabajar cansa, dijo Pavese, con no menor acierto que Verónica Martín, y trabajar es lo peor para la salud que puede imaginar cualquier persona razonable; otra cosa que no suele decirse mucho, sin duda porque comprometería la viabilidad económica, política, incluso metafísica, de nuestra sociedad.
Seguro que el más implacable maltratador de su propio cuerpo, el practicante de la vida más insana, está perfectamente protegido contra los embates de la edad si se permite dormir unas diez horas diarias y si se obsequia, después de las comidas, con una siesta salutífera. Los duros ejecutivos de las empresas más competitivas se meten diariamente trabajo en vena, no hay droga más mortífera.
El sueño para estar más guapo, dijo Verónica Martín, pero el sueño también para estar más sano, diría cualquier trabajador. Dormir es una bendición para el cuerpo y el espíritu. Dormimos poco y quizás ése es el indicador que siempre ocultan las astutas estadísticas sanitarias. Dormimos pocos y a destiempo: por ejemplo, el ciclo biológico demanda, después de la comida, una íntima reconciliación con uno mismo sobre el sofá de casa, pero esta buena costumbre está al alcance de unos pocos.
El tabaco mata lentamente; cierto: con la misma morosidad con que lo hacen los despertadores. Seríamos más bellos durmiendo muchas horas, pero sin duda viviríamos también más y mejor.
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