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Columna
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Deficientes

Los policías pasaron un mal rato. Acostumbrados a poner cara de tipos duros, para hacerse respetar y mantener a raya a los manifestantes, ahora se les veía algo nerviosos y confundidos. La concentración era muy numerosa y los participantes se mostraban realmente enfadados. Algunos de aquellos agentes que el martes pasado cubrían el servicio dispuesto por la Delegación de Gobierno ante la manifestación convocada a mediodía en la Puerta del Sol temieron verse en un serio compromiso. Eran antidisturbios que en muchas ocasiones tuvieron que forcejear e incluso cargar contra quienes defendían causas que, en algún caso, ellos hubieran apoyado de forma personal. Efectivos de seguridad que en otras circunstancias empujaron, arrastraron o aporrearon a hombres y mujeres de toda condición y edad cumpliendo órdenes superiores. La verdad es que el trabajo que realizan no permite demasiadas sutilezas, y el menor indicio de vacilación o debilidad es interpretado por sus mandos como un síntoma claro de ineficacia profesional. Así ocurre en las unidades antidisturbios del Cuerpo Nacional de Policía y en las organizaciones policiales de todos los países occidentales.

Sin embargo, aquel martes a mediodía los agentes desplegados frente a la sede del Gobierno regional en el kilómetro cero tenían delante a un colectivo humano contra el que difícilmente hubieran sido capaces de cargar de haberse puesto las cosas feas. Cientos de discapacitados psíquicos se manifestaban con sus familiares para protestar contra los nuevos precios que la Comunidad de Madrid implantará en los centros ocupacionales y residencias que atienden a los deficientes. La concentración reunía a chicos con ojos achinados junto a otros mayores o pequeños que marchaban en sillas de ruedas con la boca abierta, el gesto desencajado o simplemente partiéndose de risa. Inmersos en la protesta pero muy pendientes de ellos estaban sus padres o hermanos, en cuyos rostros aparecían las huellas de las noches de insomnio y del sufrimiento constante. Pitaban, levantaban sus brazos y gritaban consignas contra el presidente regional, al que exigían que saliera a recibirles para explicarle sus demandas. Pero Ruiz-Gallardón ni siquiera estaba en la Casa del Reloj, y el ambiente se fue caldeando poco a poco según transcurría el acto.

Los policías se miraban entre sí imaginando lo que sería tener que empujar siquiera a uno de esos críos con síndrome de Down o provocar el espanto de un chico con parálisis cerebral. Dos horas se alargó la manifestación hasta que los concentrados accedieron a entregar el comunicado a los agentes que custodiaban el edificio, y que asumieron el compromiso de hacérselo llegar a Ruiz-Gallardón. 'Pobre gente', le comentaba por lo bajo un policía a otro compañero, 'con lo que tienen encima y la Comunidad les aprieta las tuercas'. Aquel funcionario expresaba un sentimiento que cualquier ciudadano que conociera mínimamente la situación de los disminuidos psíquicos compartiría. Personas con una dependencia absoluta de los demás y a las que la Administración se atreve ahora a pasar factura por la atención que les presta.

Cuando tendría que volcarse en la creación de una red pública capaz de educar y cuidar a quienes padecen este tipo de deficiencias. Cuando debiera avanzar en fórmulas de apoyo a las familias que han de soportar una carga que condiciona su existencia de por vida. Cuando se supone que nuestro país tiene como referente los modelos de asistencia europeos y su sensibilidad por quienes sufren minusvalías. Cuando todo eso parece darse por sentado, el Gobierno autónomo de Madrid, presidido por Alberto Ruiz-Gallardón, inventa un sistema para rascar los bolsillos a esta gente. Es más, no contento con ello, lo trata de presentar con un envoltorio de progresismo que, al trasladarlo a la práctica, se convierte en un auténtico insulto a la inteligencia. De la misma forma que el Estado garantiza la enseñanza y la atención sanitaria a todos los ciudadanos, ha de asegurar la formación especial y también los especiales cuidados que requieren estas personas. Hacerlo no arruinaría a ninguna Administración, y es difícil imaginar dinero público más sabiamente gastado que el empleado en mejorar la situación de un niño con síndrome de Down y aliviar las espaldas de sus padres. Hasta los policías que enviaron a proteger al Gobierno regional de los deficientes lo tienen claro.

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