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El desconcierto migratorio

Hace ahora nada menos que una década, la Administración española encaró de forma torpe y miope la regularización de inmigrantes extranjeros. Si la Ley de Extranjería era ya mala e injusta, la práctica administrativa que debía cumplirla fue todavía peor. Baste recordar el reiterado y extendido comportamiento policial, tolerado o promovido por el mismo Gobierno, de considerar como posible delincuente a cualquier persona con un color de piel o una vestimenta diferente a la habitual en este país, lo que obligaba a los inmigrantes a identificarse continuamente al pasar frente a cualquier agente policial, con la posibilidad de ser registrado en público de forma humillante y degradante. Con los años, esta 'pedagogía del rechazo y de la criminalización' ha impedido cualquier política de integración lanzada desde la misma Administración, por el simple hecho de que necesita ir precedida de una pedagogía en sentido contrario.

Si diez años atrás era posible vaticinar un progresivo aumento de las personas extranjeras que llegarían a nuestro país en busca de trabajo y oportunidades, hace cuatro o cinco años era ya absolutamente previsible pensar en un aumento todavía mayor de esta población inmigrante, tanto por el lógico deseo de traer a sus familias (reagrupación) como por las circunstancias y dinámicas políticas, económicas y sociales de algunas regiones del planeta cuya degradación obliga a miles de sus ciudadanos a huir hacia zonas del Norte donde el desarrollo económico puede ofrecerles quizás alguna posibilidad de supervivencia. No es una casualidad que en este último año hayan llegado tantas personas procedentes de Ecuador, de Colombia o de África occidental o que en la última década lo hayan hecho de Marruecos: en cada uno de estos países han ocurrido y ocurren cosas (crisis económica, guerras y tensiones) que obligan a mucha gente a desplazarse hacia el exterior.

No obstante existir indicadores que marcan estas tendencias de futuro y, lo que es más grave, traducciones de todo eso y realidades ya visibles y cuantificables en nuestro propio país, ni entonces ni ahora parece que se tomen las medidas necesarias para afrontar política, social y administrativamente lo que se deriva de la presencia de población inmigrante. Uno de los ejemplos más notorios, dramáticos y vergonzosos de cuanto expongo es la caótica situación de la Oficina de Extranjeros de Barcelona, desbordada desde hace años por el número de expedientes, con una crónica falta de personal estable y un deficiente sistema informático, lo que retrasa en más de un año la tramitación de la mayoría de los expedientes y recursos y obliga a la población extranjera a realizar interminables y degradantes colas. Repito que no es un problema de hoy, sino denunciado y enquistado durante años, y al que nadie con responsabilidad política ha dado respuesta efectiva. ¿Por qué? ¿Qué gafas se ponen los responsables políticos para no ver lo que tienen delante de las narices?

La falta de previsión tiene como primera consecuencia ir siempre detrás de los acontecimientos, sin adelantarse a lo previsible con medidas educativas y recursos para atender a esta población en lo jurídico, administrativo y social, incluida la vivienda, la seguridad laboral y la agilidad en tramitar sus papeles. Pero no sólo no se ha querido que eso funcionase bien, sino que en muchas ocasiones se ha actuado con desidia, arbitrariedad e injusticia, como de nuevo ha ocurrido en la provincia de Barcelona, donde el número de expedientes denegados en el último proceso regularizador ha alcanzado una proporción sin parangón en el resto de España, con lo que se ha dejado una bolsa importantísima de personas sin regularizar y sin esperanza. Muchas de ellas se han tenido que encerrar en iglesias y hacer una huelga de hambre, porque, cuando no alcanza la justicia, el sentido de humanidad y la visión política y social de futuro, sólo la acción pedagógica de quien sufre es capaz de interpelar al conjunto de la sociedad. Eso no justifica, sin embargo, el planteamiento de fuerza que ha adquirido la huelga de hambre que se está haciendo en varias iglesias de Barcelona, porque existe ya una base real de temas a negociar, y la radicalidad de la huelga de hambre impide, desde mi punto de vista, abrir mecanismos efectivos de negociación y diálogo.

Las administraciones, las de aquí y las de cualquier otro país, tienen por supuesto el derecho de planificar los flujos migratorios para evitar todo tipo de desequilibrios. Pero tienen también la obligación de hacer compatible esta planificación con la flexibilidad derivada de momentos extraordinarios que demandan generosidad y compromiso ético, y tienen el deber de dar respuestas justas y humanas a los retos que presentan las migraciones del nuevo siglo, con un enfoque global que afecta de manera particular a la política exterior y a las estrategias de cooperación al desarrollo. Pero, si eso será importante para adelantarse a lo que pueda venir en el futuro, lo urgente es ahora solucionar con dignidad para las personas esta permanente acumulación de indecisiones, medias tintas y discriminaciones en la política migratoria. Si no se hace con altura de miras y con el sentido de humanidad por delante, la 'pedagogía del rechazo' tomará nuevos vuelos y acabaremos viendo trenes con miles de deportados. ¿Es eso lo que queremos?

Hace una década, al interpretar las indecisiones o las dudas cabía la excusa de la novedad respecto a la progresiva presencia de personas procedentes de otros contextos culturales y religiosos. Era entonces el momento de aprender de los errores cometidos en otros países receptores de emigración, conocer sus rectificaciones y ver cómo podríamos trasladar a nuestro contexto social y geográfico los aciertos de otras políticas migratorias. En este lapso de tiempo se ha hecho seguramente poco trabajo preventivo en aspectos prácticos y concretos, pero lo grave ha sido y es todavía la ausencia de una acción pedagógica impulsada desde los centros de decisión política y dirigida a educar a toda la población española respecto a la convivencia en igualdad de condiciones y oportunidades con las personas que vienen de fuera, dándoles el mismo trato que siempre hemos querido que nos dieran a nosotros cuando hemos tenido que emigrar. Y no olvidar nunca que a lo largo de este siglo siete millones de personas salieron de España para buscar trabajo en el exterior. Muchos fueron bien acogidos, otros fueron explotados, y cerca de dos millones residen todavía en otros países. De la memoria sobre este pasado migratorio nuestro, con lo que conlleva de historias personales, esfuerzos de adaptación, agradecimientos y sufrimientos, debería surgir precisamente el coraje para perder de una vez por todas el miedo a ese nuevo e inevitable mundo de mestizaje, de contraste y de diversidad, que sólo podrá ser realmente enriquecedor cuando desde lo jurídico se hayan sentado las bases de la justicia y la igualdad de oportunidades, y desde lo social entendamos que no habrá futuro posible y viable sin la práctica de compartir.

Vicenç Fisas es titular de la cátedra Unesco sobre Paz y Derechos Humanos de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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