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Columna
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Un techo

Elvira Lindo

Al perro le gusta salir a la calle, está loco por encontrarse con otros de su especie, por mear en las esquinas de todos los días o por mear más alto que otros perros. De pronto descubre en el suelo una mancha olorosa que contiene todas las posibilidades de un amor futuro; es tal su interés en ese olor que parece que quiere llevárselo dentro de las narices, y cada vez que arrima el morro puede imaginar claramente la perra que dejó allí su rastro. El perro se vuelve loco en la calle, de alegría o de indignación, porque le encanta el mundo o porque detesta a ese hombre que de pronto ha abierto un paraguas. Va corriendo hasta él y le ladra con furia porque desconfía de las personas que abren paraguas o que llevan bolsas. Pero sea felicidad o ira lo que le provoque el paseo, siempre desea que se prolongue mucho rato, que su amo sea paciente y le deje dar otra vuelta a la manzana. También es verdad que el perro que se sabe querido deseará también volver a casa. Sabe que después de la fugaz aventura callejera le espera un cojín debajo del radiador, un rincón que es el suyo y el sonido de las conversaciones de sus amos, que no entiende, pero en las que sí sabe distinguir un tono de tranquilidad o de pronto un tono de enfado.

Igual que un perro, salgo a diario a la calle. Necesitando ese contacto con la intemperie casi como el primer café de la mañana, sabiendo que si un día, por lo que sea, no salgo, mi cuerpo estará extraño, acolchado, como si la sangre no circulara con fluidez. Es la necesidad de ver las caras de los desconocidos, de sentir en la cara el aire tan frío de este invierno, del sonido de la ciudad a veces muy desagradable pero siempre tan vivo que aparta los malos pensamientos de la cabeza y purifica.

Como el perro, me gusta encontrarme lo ya conocido, el mundo diario que conforman el portero, el del quiosco, el del bar, pero también como el perro busco en las caras de la gente desconocida con la que me cruzo un gesto nuevo, un descubrimiento fugaz, un rostro bello o un rostro desgraciado. A veces alguien me llama la atención y me vuelvo, no tan descaradamente como hace el perro cuando alguna perra le interesa, yo me vuelvo con disimulo. A veces sigo el rastro de una conversación, oigo una frase que parece contener toda una novela y no quiero perderme el final de la historia y ando durante un rato detrás de esas personas a ver si puedo enterarme de algo más, como si fuera una loca que está sola y tiene que ir por ahí mendigando conversaciones ajenas. Y a veces estoy tan contenta de ir por la calle, sin tener nada importante que hacer, que me pongo a cantar, y pienso que nadie va a reparar en mis cantos, que quedarán ahogados entre el ruido del tráfico. También me pregunto si no será el primer paso para empezar a hablar sola. Pero, como el perro, antes o después tengo la necesidad de volver a casa. Abro la puerta y percibo sin pensarlo todos los olores de las personas que quiero y los míos propios, en esos olores está contenida mi vida entera. Sé que me esperan las voces conocidas, los sillones modelados por las fiestas, las lecturas. Por eso, por el valor que yo le doy a la vuelta a casa después de la intemperie, me sobrecoge tanto esa noticia inquietante de la cantidad de procedimientos de embargo que se ejecutan en Madrid casi a diario. Personas que no pudieron pagar la hipoteca, que inesperadamente perdieron su trabajo o enfermaron y no pudieron seguir trabajando. Leo en el periódico algunas de las terribles historias que arrojan a la gente a una vida sin techo, y esa misma noche, en el programa Hablar por hablar, escucho la voz llorosa de una joven, casi una niña, que desesperada habla del miedo que siente ante la amenaza ya cercana del embargo, una amenaza a la que se puede temer casi tanto como a la muerte, porque perder la casa es, sin duda, una forma de perder la identidad y la verdadera patria.

El cantante Joan Manuel Serrat contó en la presentación de su cancionero en Madrid que una vez, cuando era pequeño, le preguntó a su madre aragonesa: 'Mamá, si yo soy catalán y vivo en Barcelona, ¿tú de dónde eres?', a lo que su madre respondió: 'Yo soy de donde coman mis hijos'. No hay mejor forma de explicarlo: uno es de donde puede vivir, de donde puede trabajar, y de donde le dejan tener un techo.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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