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El nuevo nacionalismo español

Frente al encendido debate que a veces se presencia en los medios de comunicación, en realidad los historiadores están de acuerdo en algunas ideas esenciales acerca de la Nación española. Pocos la remontarían a tiempos medievales, aunque en ellos y en los modernos sea posible detectar un sustrato de identidad cultural a partir del cual pudo surgir. El tiempo de su nacimiento, de su eclosión sentimental y de la conversión de éste en un factor de cohesión esencial para la colectividad, fue al final del XVIII o comienzos del XIX. Pero el sentimiento nacional español, en ese momento y en los posteriores, siempre tuvo factores de debilidad que no se explican tan sólo por la característica plural de la realidad española. España no sólo no tuvo grandes conflictos exteriores, aquellos que contribuyen de una forma tan patente a hacer nacer un sentimiento nacional, como sucedió en el caso de Francia, sino que, por el contrario, vivió en una guerra civil casi perpetua durante tres cuartos de síglo. Además, el Estado liberal español fue débil: una burocracia escasa y que funcionaba mal no pudo vertebrar a los ciudadanos en un sentimiento común tan eficazmente como en otras latitudes. El Estado español alfabetizó poco y tarde, en comparación con Francia e Italia. El Ejército español no fue un Ejército de ciudadanos porque una parte considerable de ellos eludían, como prófugos o a base de la redención en metálico, la supuesta obligación del servicio militar. Pero claro está, además existía una realidad objetiva: siempre ha existido en España una conciencia de pluralidad que, sin ser incompatible con el sentimiento de pertenencia a España, matizó los fervores del nacionalismo.

Me apresuro a indicar que el nacionalismo puede ser pésimo, pero no sólo no tiene por qué ser malo, sino que es un sentimiento compartido por muchos seres humanos al comienzo del tercer milenio, a pesar de que en el pasado hubiera quienes pensaron que dejaría de existir, y que puede tener efectos muy constructivos. Sin sentimiento nacional no se puede entender, por ejemplo, la resistencia al poder totalitario en Polonia que abrió el camino hacia la democracia. El sentimiento nacional cohesiona y proporciona la impresión a una colectividad de que va a ser capaz de hacer grandes cosas. A fin de cuentas, la mejor definición que del nacionalismo se puede hacer es la que dieron los jóvenes que en 1922 fundaron Acció Catalana. El nacionalismo -dijeron- no es la idea de una generación ni la tesis de una clase social, es, ante todo,una sensación de plenitud.

Está naciendo un nuevo nacionalismo español y, a partir de lo que acabo de exponer, bien claro debe quedar que eso, en principio, no parece digno de preocupación, sino de satisfacción. ¿Cómo no va sentir una sensación de plenitud una sociedad que en un plazo relativamente corto de tiempo ha sido capaz de modernizar su aparato productivo y convertirse en uno de los principales exportadores de capital del mundo? ¿Cómo no va a sentirse orgulloso un pueblo que en su momento realizó la hazaña histórica de construir su libertad con costes sociales reducidos y sin modelo inmediato que seguir? A veces el sentimiento nacional parece una ridiculez sólo exhibible en casos de fervorosa confrontación deportiva, pero el puesto que ocupa la cultura española en el mundo induce también al orgullo, entre otros motivos, porque se la siente más cercana y se la puede disfrutar más y mejor. Y eso no obsta para que haya quien prefiera sentirse tan sólo identificado con el llamado 'patriotismo constitucional'.

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Resulta positivo que surja este sentimiento nacional español, pero lo malo es que en muchas ocasiones da toda la sensación de estar mal enfocado. No es que no sea demócrata: lo es porque desde hace mucho quienes no participan de este ideario deben ser inscritos, en España, en esa inevitable franja lunática que existe en cualquier sociedad. Incluso no se confronta de forma directa con los Estatutos de Autonomía, a pesar de que con demasiada frecuencia rezongue respecto de ellos. Lo verdaderamente preocupante es que el nuevo nacionalismo español aparece muy a menudo enroscado a formas decrépitas de concebir nuestra colectividad y da la sensación de nacer más de la confrontación que de la idea de una nación grande porque es plural.

A comienzos del tercer milenio, una idea de Nación difícilmente puede promoverse a base de desfiles mílitares. En España hemos estado habitualmente carentes de ese género de símbolos identificativos del sentimiento nacional: lo nuestro parece más bien el deseo de lograr, con la fuerza de los símbolos, la identificación con el régimen vigente. Si bien se mira, nuestros monumentos -o 'lugares de memoria' en la denominación de los historiadores franceses- corresponden sólo a esa voluntad de identificación. Al margen de los del franquismo, el monumento a Alfonso XII en Madrid, por ejemplo, parece dedicado a un régimen por haber sido pacificador: carece, por ejemplo, de las invocaciones a la libertad de los ciudadanos y a la unidad de la patria del de su contemporáneo Víctor Manuel en Roma. Hoy, sin embargo, para algunos, con la invocación a bandera y a España empieza a resolverse todo. Luego viene un ejercicio de carrerilla histórica que le ha permitido a un ensayista de la derecha remontar el elenco de las glorias patrias nada menos que hasta Argantonio, el mítico rey de Tartessos.

Pero además, el sentimiento nacional español se aloja sobre todo en la confrontación con otros nacionalismos, sin darse cuenta que eso ya sucedió en otros momentos con fatales consecuencias. La prensa derechista madrileña incluía en la segunda década de siglo unas 'aleluyas de Cambó / que a todo el mundo engañó': se empezó por eso y al final Calvo Sotelo acabó por decir que prefería una España roja que una España rota, porque lo primero se podía resolver, y lo segundo, no. Los más destacados teóricos del nacionalismo español de los treinta -D'Ors, Maeztu...- lo fueron por antagonismo contra los periféricos en los que se habían educado o, por lo menos, conocieron en su juventud. Hoy todavía no se abomina de los Estatutos, pero se habla de la necesidad de 'renacionalizar' Cataluña y el País Vasco. Hay quien escribe de los nacionalismos periféricos como si fueran productos perecederos que nacieron en el 98 y que ya ofrecen una etiqueta caducada. Serían ellos los únicos partidarios de un nacionalismo étnico, como si no existiera la posibilidad de que esta actitud naciera también en el españolismo.

Muy a menudo se ha abusado de la tesis de Hobsbawm acerca de la 'invención de la tradición', dando la impresión de que las naciones se pueden inventar o imaginar. No es así, de no existir un sustrato cultural que lo justifique, pero no cabe la menor duda de que el sentimiento nacional se puede encauzar y la posibilidad de hacerlo depende, por ejemplo, de la utilización de una simbología correcta. Hoy ese sentimiento nacional español, que no carece de justíficadísimos motivos, no puede desaguar en periódicos desfiles, unas cuantas frases huecas sobre la importancia de España y muchas invectivas contra los periféricos. De entrada, habría que optar por la simbología apropiada, que debe basarse, por ejemplo, mucho más en la cultura que en los tanques o en lo iberoamericano que en la sola reivindicación de Gibraltar.

Pero, además y sobre todo, lo plural, incluidos los otros nacionalismos, no debe ser visto como un defecto a eliminar, sino como una realidad evidente, que no cambiará y que tiene tras de sí un potencial fecundísimo. Una actitud como ésa debiera impregnar, por ejemplo, toda la política cultural, entre otros motivos, porque así lo prescribe nuestra Constitución. Por sólo hacer referencia a las grandes exposiciones del Estado, se recordará que en un momento se centraron en la recuperación de un pasado desconocido o poco conocido por motivos políticos. Luego ha habido excelentes monográficas sobre periodos concretos de nuestro pasado, iniciadas por Carmen Iglesias y continuadas por muchas otras personas, todos ellos buenos especialistas. Pero lo que no ha sido abordado es hasta qué punto nuestra Historia y nuestra cultura han sido el producto de cruces entre experiencias colectivas que tienen mucho de coincidente, y al mismo tiempo, cada una su especificidad propia. Nuestra realidad no se entiende sino a partir de esta forma de entrecruzarse miradas y descubrir que este tipo de relación tiene como resultado empezar a entenderse. Pero ¿quién ha pensado en serio trasladar a una exposición este tipo de relación? En todos los años de democracia y de construcción del Estado de las autonomías han sido pocos, poquísimos, los esfuerzos, y cuando los ha habido han sido unidireccionales: han consistido en, por ejemplo, exhibir en la capital un retazo de una cultura periférica. Lo correcto sería, por el contrario, presentar la interrelación, y de ello las muestras han sido escasísimas; las que ha habido han procedido más bien de la periferia.

¿Es esto una exquisitez para un puñado de pedantes? Más bien parece una política de Estado que, de ser bien llevada, impediría, a medio plazo, que se dijeran necedades como que todos los nacionalistas son terroristas o que a todos los no nacionalistas se les pone, sin poder remediarlo, cara de Franco

Javier Tusell es historiador.

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