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Columna
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Reformatorios

Vuelven los reformatorios de menores, que no sé cuándo fueron abolidos, ni creados, aunque los barrunto como una más de las filantrópicas y liberales ideas que alumbró el siglo XIX. Trato esto como un remoto recuerdo: en la adolescencia, y por motivos seguramente justificados, mis padres me entregaron al brazo recio de unos fornidos religiosos que se hacían cargo de los puntos filipinos entre los que mi mala cabeza me alineaba. Allá, recién comenzados los últimos años treinta. Carece de interés documentar esas zonas de mi pasado, porque las experiencias -fueron dos- de poco sirvieron y son de escaso provecho. Por curiosidad arqueológica copio lo que de esas instituciones decía el padre Espasa: 'Cierto asilo oficial para jóvenes viciosos o delincuentes, en el cual se procura, por medio de la disciplina y por la acción educadora, levantar el ánimo de aquéllos en su decaimiento moral y hacerles capaces de usar dignamente de los derechos y deberes del ciudadano'. A ver quién lo expresa de forma más idónea e inútil.

No se refería expresamente al lugar donde acabaron primero mis tiernos huesos. Se trataba del entonces famoso Santa Rita, ubicado en los Carabancheles. Puedo hoy situarlo en el tiempo, porque uno de los escasos recuerdos es el de cierto colega cuyo mayor y quizás único relieve se debía al cercano parentesco con el presidente de la República don Niceto Alcalá Zamora. Entre aquellos muros, las familias madrileñas -por lo visto, las de Priego también- confinaban a los díscolos retoños. Los hermanos alternaban dosis de ética, moralidad y repaso de asignaturas con eficaces guantazos, sin que me quede memoria de lo uno ni lo otro, como si hubiese sido una pasajera amigdalitis.

Las renovadoras costumbres que trajo el nuevo régimen quizás impulsaron a mis progenitores a estimar que el enderezamiento de aquel vástago, ansioso de hundirse en la depravación, era más seguro bajo la férula de aquellos objetivos, diestros e implacables cuidadores. Permanecí allí quizás un par de meses e imagino que mi lado histriónico y cierta inclinación literaria iluminarían mis cartas en demanda del indulto, a las que los deudos fueron sensibles: eran muy buenas personas.

Me sacaron de Santa Rita, porque era una decisión privada, pero el segundo tropiezo con la ley no tuvo nada de voluntario. En la senda del delito, me escapé de casa -probablemente un año después-, aventura en la que arrastré a un hermano menor y otros dos secuaces, una germinal 'banda de los cuatro' cuyo destino eran las amplias praderas americanas donde capturar búfalos y bisontes -sin especial predilección- y la posterior comercialización y venta de sus pieles, lo que nos granjearía una decorosa fortuna con la que afrontar el porvenir y cuidar de nuestros próximos. La ausencia del hogar alarmó a las tres familias, que hubieron de solicitar el concurso de la policía para recuperarnos. La correría, aunque estaba minuciosamente planeada, terminó horas después, al detenerse el expreso de Andalucía en la estación de Aranjuez, donde unos agentes recogieron los cuerpos molidos de los frustrados trotamundos. El hermano y los otros dos eran menores intocables, pero yo entraba en la edad penal, lo que me confinó en el Reformatorio de Menores del Príncipe Alfonso. Aquello era otra cosa. Me pelaron, me facilitaron un guardapolvos gris y, al tercer día de incomunicación, un funcionario me alineó con los demás acogidos y fuimos en fila hasta la huerta, donde hice los primeros pasos en la agricultura con una pala entre las manos.

Los tranquilizados ya, pero muy confusos y desasosegados, parientes llegaron hasta el despacho del director del centro (un sacerdote llamado padre Subiela, cuyo nombre recuerdo con gratitud), quien me arrancó del surco para destinarme a la siempre desierta biblioteca. No disfruté mucho de la compañía de los facinerosos adolescentes.

Sobreseído el procedimiento judicial, con el futuro criminal truncado, regresé al tibio afecto de la tribu, sin ulteriores reincidencias por el estilo. Es una evocación personal sobre la que han pasado casi setenta años. Creo que el meollo de la cuestión reside en que los delincuentes juveniles tengan una familia a la que volver. Es un requisito previo.

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