Tantas cosas tontas
Un diálogo sobre los placeres y los contratiempos
Me gustan la lluvia y los paraguas que a los ojos del dibujante son como las manzanas inmóviles de Magritte. También las estaciones de tren abandonadas, las salas de cine medio vacías, las playas vacías y las iglesias completamente vacías, los mercados bulliciosos, los andenes repletos de viajeros y la marea de rostros en los rastros. Me gustan las películas de Fellini, los gatos callejeros, París siempre París, Velázquez, los hermanos Marx, el bolero, las rancheras, las baladas italianas, el fado tristón y la copla tremenda cuando se apoya en el quicio de la mancebía, la voz grave y desgarrada de Marianne Faithfull, la voz suavemente aterciopelada de Sade, oír cantar a Dylan Me gusta y a Sid Vicious My way. Amo la música de cámara y detesto la cámara de gas, tanto como el hilo musical. Se lo he contado al dibujante en esta tarde de encuentro símplemente para exponer lo que amamos y lo que denostamos en una rutina dialéctica de afinidades y rechazos, con la intención de elaborar un pequeño catálogo de filias y fobias, de afectos y desafectos, de odios y amores, muchas veces injustificados, casi siempre irracionales.
'A mí todo lo que me repugna me atrae', dice el dibujante. 'No sé, es algo contradictorio. Quizá porque me dejo seducir fácilmente, me gustan y no me gustan muchas cosas a la vez'. Eguillor habla del placer de viajar en tren y comparte mi atracción casi zen por el vacío y las playas desoladas, le hipnotizan el horizonte y el desierto y también la soledad, incluso la soledad exagerada que se pierde camino de la locura de los hombres solos a los que Edward Munch pintó tapándose los oídos para no escuchar el grito largo del silencio.
Creo que nos une la diferente manera de ver las mismas cosas y apenas nos separa la misma manera de apreciar cosas diferentes. Al dibujante no le gusta lo falsario, lo dogmático, lo burocrático, lo impositivo, ni esos tipos que se creen muy listos, aunque uno no sabe si son peores los que se hacen los tontos, los que cobran por hacerse los tontos o los rematadamente tontos y si hablamos de toda esa gente insoportable podemos incluir en la lista a los pelmas, los quejicas, los poneperos, los chistosos, los insatisfechos permanentes, los autosatisfechos perennes, los hinchas, algunos hombres públicos y otros seres anónimos que caminan absortos en tardes de fútbol con el transistor pegado a la oreja, ignorando a su señora, a su niño, a su perro y a su triste sombra.
Al dibujante le aburre salir como salía antes, pierde cosas continuamente, no tiene carnet de conducir, ni teléfono móvil, ni ordenador, ni plan de pensiones, maldice el reloj como aquel personaje de Proust que lo consideraba símbolo de la vulgaridad ('no me gusta la mediocridad', dice, 'pero la respeto, es el cemento de la historia'), seguramente porque le gusta dejar que pase el tiempo, tener tiempo, tomarse su tiempo y vivir a contratiempo; detesta abrir cartas de bancos, el bricolage, el coleccionismo, las suscripciones, viajar en agosto, los puentes laborales, responder a encuestas, los concursos televisivos, las rifas, los puntos, las instrucciones de uso, la cita previa, las telecomedias, asistir a presentaciones, los actos multitudinarios, los himnos, hablar por hablar, la prisa y el agobio.
Yo confieso que me fascinan los domingos en pijama, leer en la cama, desayunar con churros, el alba, despertar, mear y volverme a dormir, los parques en invierno, subir al Pagasarri cualquier día menos un domingo, la siesta, escuchar conversaciones en la degustación, caminar sin rumbo por una ciudad desconocida, las tiendas de los aeropuertos, las hospederías de los monasterios, el tañir de las campanas, los claustros de los conventos, las fuentes del camino, el silencio de las bibliotecas, los pasos a nivel, los refugios de montaña, las cafeterías de los museos, las parejas que se besan en la calle, el cementerio de Biriatou, las fotos antiguas, las almonedas, las carreteras secundarias, el sonido de la lluvia, la palidez, el olor de la tierra mojada y el olor a pan que llega de los tahonas, los cines con ambigú, las porteras y de vez en cuando la morcilla de Burgos bien frita. No me gusta la teatralidad que destila el teatro, ni la gente que actúa en la vida como si estuviese en un escenario, ni los locutores que engolan la voz como portavoces del Gobierno, tampoco las películas de mamporros, las películas históricas, las galas televisadas, la revista, los psicólogos, las películas psicológicas, las películas musicales y las variedades.
'Hay mentiras que hacen la realidad más divertida o teatral', me advierte el dibujante, 'ese juego o simulacro entre lo real y lo virtual, a veces me seduce'.
Si Borges amaba los arrabales, los atardeceres y la desdicha, Eguillor encierra toda esa pasión en una palabra: Bilbao. Aunque no sabe muy bien si la ciudad a la que se refiere es real o virtual, si existe o ya ha muerto, si vive sólo en su imaginación. Tal vez ese Bilbao que ama forma parte del deseo de pertenecer a algo más duradero que nosotros mismos, mientras permanece siempre la necesidad de huir hacia otras ciudades que atraen e inquietan. Siempre le escucho decir lo mismo sobre el icono más representativo de la Ciudad de la Lluvia: 'No me gusta el Guggenheim; cada día me parece más aburrido. Como musa del vacío me atrae más Tamara'. Es la última incorporación a su larga lista de preferencias.
El dibujante, finalmente, quisiera llegar a ese punto que consiste en 'vivir para desaparecer'. Es una buena manera de perpetuar ciertas cosas que nos placen como no hacer nada, ver pasar la vida -porque la vida es lo que sucede mientras hacemos cosas- ir muriendo, en definitiva viviendo, mientras miramos por la ventana y pensamos: 'Tarde o temprano podré hacer lo todo lo que me gusta'.
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