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Columna
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Echar un pulso

Llevamos años combinando melindres y desdenes en torno a la debatida fusión de las principales cajas de ahorro de la Comunidad Valenciana, digo de Caja de Ahorros del Mediterráneo (CAM) y Bancaixa. El asunto se ha enfebrecido durante los últimos días a raíz de la dimisión del director general de aquella entidad, Juan Antonio Gisbert, y es previsible que el clima emocional que se fomenta exclusivamente por algunos individuos y colectivos de Alicante -todo hay que decirlo- se prolongue todavía durante mucho tiempo. Mientras, como hemos de suponer, el proceso de aproximación entre ambas entidades irá madurando al resguardo del bullicio mediático y de los desahogos patrióticos.

Ayunos como nos tienen en punto a datos técnicos y económicos sobre la viabilidad y conveniencia de la operación, que a la postre han de resultar determinantes, lo que momentáneamente priva es una suerte de numantinismo, algo así como el 'no pasarán', que de creer a los sindicatos de la entidad alicantina es el único remedio contra el apocalipsis laboral y financiera que se pespunta. Sólo les faltaba el concurso de ciertos prohombres del PSPV, adalides demagógicos del prestigio provincial, para acabar de embarullar el problema. Tampoco el partido socialista con sus ambiguos pronunciamientos contribuye a serenarlo, cuando es sabido que sus líderes, a título personal y acordes con los precedentes, son proclives a la fusión. Por ahora se limitan a templar gaitas y lidiar sus propias contradicciones.

En todo este ruidoso proceso hay, sin embargo, un aspecto que a nuestro juicio merece alguna anotación. Nos referimos a la posible injerencia política que se le reprocha a la Administración y, más concretamente, al presidente Eduardo Zaplana. Al margen de que se haya producido en las circunstancias que fueren, lo llamativo es que pueda sorprender a alguien y, más aún, tildarlo de ilegítimo o reprochable. Es como desconocer la urdimbre jurídica de las cajas y la naturaleza del poder, que obviamente lo es en tanto que se ejerce. De otro modo, ¿para qué demonios se habría legislado que la composición de las asambleas y consejos de administración de dichas entidades incluyese un 56 % de miembros propuestos por la Generalitat y los municipios?

Prescindiendo del juicio que este hecho nos merezca, parece elemental que el poder político aliente sus propios proyectos, que en teóricamente inspirados en el interés común, que en este caso sería el de la Comunidad Valenciana y el futuro de las cajas, por encima de las preferencias territoriales o particulares de sindicatos o patronos, sin que estos sean desdeñables, claro está. Y en este sentido se nos antoja plausible que el poder político, que es la expresión de la voluntad soberana de los administrados, haga valer su preeminencia sobre gestores y directivos que no sintonicen con el dial señalado, como el de la propendida fusión, digamos para el caso.

Desde este punto de vista se comprende -y aplaude- que el mentado director general desahuciado perdiese el pulso que le hizo al partido mayoritario, obstinándose en trabar el proceso emprendido mediante estrategias de expansión a menudo discutibles o gravosas por la enormidad de los costes tanto como por su inoportunidad política. De haber prevalecido en su empeño habríamos de lamentar en estos instantes la claudicación del Gobierno, un desarme más ante el imperio de la economía y el delirio de un sujeto del que diríamos que anda ajeno a los fenómenos universales de concentración y globalización en curso. Diríamos, pero no lo decimos porque este conflicto tiene su raíz en la terquedad y el cálculo equivocado más que en la ignorancia, por no hablar de la nula voluntad autonómica y vertebradora.

Quizá CAM y Bancaixa no lleguen a sumar sus fuerzas, pero ha de serlo por razones objetivas y no por vehemencias cantonalistas ni mucho menos por dejación de quien manda y gobierna. Tal desarme no conviene a nadie.

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