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Una sentencia banalizada y falseada

La crónica política de este mes que abrió milenio ha venido marcada por un signo de agitación. Desde la apertura del año, los ciudadanos asistimos a una ininterrumpida sucesión de acontecimientos que, al margen de acaparar las primeras páginas de la prensa escrita o los primeros planos de los medios televisivos, están ocasionando alarma e inquietud sociales. El último eslabón de esta cadena lo constituye, hasta el presente, la sentencia dictada por la Sala de lo Contencioso-administrativo de la Audiencia Nacional en el asunto de las retribuciones de los funcionarios.

Las reacciones iniciales expresadas por los altos responsables del Gobierno, así como por las máximas representaciones del Poder Legislativo, merecen, en un juicio benévolo, la calificación de suspenso. Por dos razones. La primera, por cuanto evidencian una notable desmesura y falta de sensatez políticas, ya que se está trasladando a la sociedad un mensaje cuyo efecto podría ser el socavar la confianza de los ciudadanos en las instituciones democráticas. Al reprocharse a la sentencia el haber invadido las competencias de los órganos que encarnan la soberanía popular, se la acusa a ella, y de rechazo al tribunal que la dictó, de poner en peligro nada más y nada menos que uno de los más firmes cimientos del orden democrático: el principio de separación de poderes. Pero además de ser políticamente imprudentes, pues dibujan un falso escenario de abierta confrontación entre los tres poderes que sustentan nuestro Estado de derecho, los argumentos de crítica jurídica esgrimidos contra la sentencia, si es que tal calificativo pudiera atribuirse a la mayoría de las declaraciones escuchadas en estos últimos días, carecen de esa patente de certeza con la que se están presentando ante la ciudadanía; más bien se mueven en un terreno en el que la banalidad jurídica se reviste de solemnidad, puesta al servicio de la defensa de unas esencias democráticas que la sentencia de la Audiencia Nacional, lejos de profanar, reafirma con mesurado sosiego y contundente rigor.

Con un mohín de desconcierto, la presidenta del Senado se preguntaba ante los micrófonos de una televisión cómo podía ser posible que, en un Estado de derecho, los Presupuestos Generales del Estado (PGE) para 1997, aprobados mediante una ley votada por las Cámaras legislativas, quedaran sin efecto por obra de un modesto acuerdo colectivo suscrito en 1994 entre las organizaciones sindicales de funcionarios y el Gobierno socialista de la época. Cualquier estudiante de nuestras facultades de Derecho, incluso los matriculados en el primer curso, puede haber quedado sobrecogido al escuchar las declaraciones de quien ocupa una de las más altas magistraturas de la nación. La Audiencia Nacional, al reconocer a los funcionarios el derecho a percibir los incrementos retributivos pactados en aquel acuerdo, habría incurrido en una flagrante y tosca vulneración de uno de los principios de organización de los modernos ordenamientos jurídicos, expresamente reconocido en nuestra Constitución: el principio de jerarquía normativa. Una ley, expresión de la soberanía popular, habría declinado su fuerza jurídica ante una norma de rango ínfimo.

Una crítica de la sentencia con el auxilio de un argumento como el descrito, o de otros de parecido tenor, adolece, no obstante, de un defecto que, acaso para algunos, puede parecer menudo: el no haber leído la propia sentencia. De todas formas, los magistrados que dictaron la sentencia, cargados de experiencia como están, ya debieron intuir por dónde podían venir los primeros y frívolos reproches. De ahí su deseo de dejar escrito que la solución del pleito que se sometió a su conocimiento ha de partir de un criterio fundamental, a saber: 'las competencias atribuidas por la Constitución no pueden verse afectadas o limitadas en su configuración por normas jurídicas de inferior rango, ni en su ejercicio por decisiones o acuerdos de autoridades u órganos administrativos que no sean los titulares de la competencia'. Pero aclarado ello, esos mismos magistrados también recuerdan que 'las leyes no son meras declaraciones retóricas, sino auténticas normas jurídicas integradas en el ordenamiento, de la mayor jerarquía', lo que impide que sean interpretadas de forma que 'su contenido quede vacío o su efectividad y eficacia anulada'.

Es en este escenario, en el de la búsqueda de la conciliación entre estos dos principios, en el que la sentencia de la Audiencia Nacional construye su extensa y motivada argumentación jurídica, que discurre por derroteros bastante más complejos que los que sugiere la precipitada lectura de los teletipos de agencias o de los extractos de prensa. Intentando resumir su contenido, sin simplificarlo, la solución adoptada por la Audiencia Nacional se construye sobre dos silogismos jurídicos que comparten la misma conclusión. El primero puede enunciarse así: la ley que disciplina la negociación colectiva de los funcionarios públicos asigna fuerza vinculante a los acuerdos y pactos cuando los mismos sean suscritos por los sujetos competentes y versen sobre las materias legalmente fijadas, entre las que se encuentran las retribuciones (premisa mayor); el acuerdo alcanzado en 1994 entre el Gobierno socialista y las representaciones sindicales de los funcionarios fue adoptado por quien tenía la competencia para ello y recayó sobre materia habilitada (premisa menor), luego a este acuerdo ha de reconocérsele obligatoriedad, que no nace de su naturaleza jurídica, sino 'de la aplicación de la ley que expresamente regula el alcance y las consecuencias de la negociación en el ámbito funcionarial'. El segundo silogismo, por su lado, puede describirse del modo siguiente: la Constitución atribuye al Gobierno la facultad de elaborar los Presupuestos Generales del Estado, y a las Cortes, la de aprobarlos, pero dicha aprobación, como la propia Constitución establece (art. 66.2), no se ejecuta en el ejercicio de una potestad legislativa (premisa mayor); en la aprobación del gasto público, las Cortes Generales están sometidas 'a las leyes por ellas mismas aprobadas', de modo que el Presupuesto, en su vertiente de determinación del gasto público, ha de ser ordenado dentro del respeto a la legalidad y a 'los compromisos válidamente asumidos por la Administración y cuya exigibilidad venga establecida en la ley' (premisa menor); luego la Ley de PGE para 1997 no podía desconocer el acuerdo colectivo de 1994, regularmente adoptado y vinculante.

La argumentación aprestada por la sentencia podrá resultar más o menos discutible. Pero lo que no cabe es banalizarla o, lo que es más serio, falsearla. Y se la banaliza y falsea cuando se la acusa de quebrantar el principio de separación de poderes. ¿Es que puede calificarse como invasión de poderes legislativos una sentencia que recuerda al Gobierno al elaborar los presupuestos y a las Cortes Generales al aprobarlos que no pueden suprimir en las partidas que ordenan el gasto público compromisos de gasto adoptados conforme a las exigencias del ordenamiento? ¿Qué pensarían los ciudadanos si un futuro Gobierno de signo político distinto, so pretexto de cambio en las prioridades políticas, no consignara las partidas presupuestarias necesarias para atender, por ejemplo, los compromisos contraídos por el actual en la construcción del AVE a Valencia? O, por decirlo con las sensatas palabras de la sentencia, ¿es que éste y los próximos Gobiernos no se encuentran vinculados 'por los pagos de la contratación de bienes y servicios, rentas que hayan de ser abonadas por disfrute de inmuebles, devoluciones de impuestos cuando procedan, subvenciones reconocidas... que suponen un gasto que la Administración no puede unilateralmente eliminar?'. Las respuestas son tan evidentes que sobran los comentarios.

No me parece dudoso que el Gobierno ejerce un derecho al interponer todos aquellos recursos que estime pertinentes: el de casación ante el Tribunal Supremo o cualquier otro que eventualmente sea razonable. Al órgano judicial que deba conocerlo le corresponderá decidir, primero, si procede o no y, luego y en caso de que proceda, estimarlo o desestimarlo. Pero dando de lado esta obviedad, con el anuncio del Gobierno de recurrir la sentencia comentada nace una sospecha, que suele ir siempre asociada a los recursos que presentan las administraciones públicas cuando los medios de impugnación son discutibles y las condenas cuantiosas. Es ella la de si no se perseguirá, con esa decisión, dilatar la ejecución de la sentencia o traspasarla a una futura Administración, logrando así eludir, de un lado, las responsabilidades políticas por un un acto no conforme al ordenamiento y, de otro, las consecuencias económicas de la desacertada decisión política. Al final, y sea lo que fuere, los perdedores en esta crónica de tribunales serán los de siempre: todos los ciudadanos, que habremos de afrontar, vía impuestos, una decisión política jurídicamente reprochable (versión ministro de Hacienda) y, desde luego, los funcionarios, que verán postergadas o regateadas las mejoras retributivas que la Audiencia Nacional les ha reconocido. En un contexto semejante, desviar el debate abierto por esta sentencia hacia la defensa de la separación de poderes, el respeto a la soberanía popular o la observancia del principio de jerarquía normativa no pasan de ser concesiones a una retórica del lenguaje político que, es de esperar, logren un efecto contrario al perseguido: reafirmar la convicción de los ciudadanos en un Estado de derecho en el que no existan bolsas de actos del Gobierno exentas al control judicial.

Fernando Valdés Dal-Ré es catedrático de Derecho del Trabajo de la Universidad Complutense

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