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La condecoración ignora la Constitución

Marc Carrillo

El Gobierno, un Gobierno democrático, ha condecorado al policía torturador de la dictadura franquista Melitón Manzanas, ex jefe de la Brigada Político-social de San Sebastián, muerto por un comando de ETA el 2 de agosto de 1968. La Constitución establece en su artículo 15 que 'Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes. Queda abolida la pena de muerte...'. El Gobierno ha justificado que tal decisión ha sido tomada en aplicación de la Ley 32/1999, de Solidaridad con las Víctimas del Terrorismo, aprobada por unanimidad de las Cortes Generales en octubre de 1999, una ley que establece que las víctimas o sus familiares podrán percibir una indemnización de hasta 65 millones de pesetas, así como la Gran Cruz de la Real Orden de Reconocimiento Civil a las Víctimas del Terrorismo, mediante solicitud ante el Ministerio de la Presidencia (artículo 4). El Reglamento 1974/1999, de la citada Real Orden, establece que el interesado o sus herederos deberán exponer de forma detallada los motivos en los que fundamente la petición (artículo 6, e).

Bien, vaya por delante la consideración de que el valor de la vida humana no admite distinciones, ya se trate de una persona que la haya arriesgado por el establecimiento de la democracia, de un torturador que la haya reprimido o de un terrorista que practique la violencia política en el marco de un régimen democrático, etcétera. Pero con estos presupuestos se hace necesario afirmar, con toda la rotundidad que exige la defensa de la libertad, la igualdad y la dignidad humanas, que el Gobierno, un Gobierno democrático como el actual, jamás debería haber ejecutado un acto de esta naturaleza; nunca debería haber condecorado a un sujeto tan execrable como Manzanas, colaborador de la Gestapo alemana, de infausta memoria, y servidor del Ejército de Franco y de la dictadura que posteriormente reprimió las libertades públicas, sin renunciar a la tortura o la muerte de aquellas personas que dieron lo mejor de sí mismas por la recuperación de los derechos de la ciudadanía y el restablecimiento de la democracia en España. La legitimidad democrática de los actos del Estado no podía quedar peor malparada. El reconocimiento público que significa el otorgamiento de una condecoración a un ser tan despreciable desacredita al Estado. Sean cuales sean las convicciones políticas de cada uno, los ciudadanos demócratas teníamos razones muy serias para esperar del Gobierno la negativa más rotunda a la solicitud de los herederos de Manzanas al otorgamiento de esta condecoración; en ningún caso, el Ejecutivo estaba impelido por un acto debido y, por tanto, disponía de discrecionalidad para evitar un acto tan indigno. En este sentido suscita la más absoluta perplejidad que un Gobierno que en los últimos tiempos hace de la defensa de la Constitución uno de sus objetivos políticos más significados ignore de forma tan palpable su artículo 15 con esta condecoración que ensalza a un torturador. Flaco favor se hace a la Norma suprema, un patrimonio democrático indudable de la ciudadanía, con un acto administrativo de esta naturaleza.

Se podrá decir que lo ocurrido es una consecuencia más de lo que fue la transición política a la democracia en este país. Sin embargo, habría que recordar que la transición, tan importante y positiva por tantas razones, y entre ellas la aprobación de la Constitución y el establecimiento de un régimen democrático estable, que ha asegurado los derechos de las personas y sentó las bases de la pluralidad nacional del Estado, ciertamente tuvo también sus límites políticos. Y entre ellos, es bien conocido, el no haber podido hacer una depuración de los aparatos represivos de la dictadura. Así, por ejemplo, torturadores como el citado siguieron lamentablemente en activo con los Gobiernos que, sin distinción de color político, se sucedieron tras las primeras elecciones democráticas de junio de 1977, jubilándose cuando les llegó la edad y cobrando pensiones del erario público. Esta y otras servidumbres constituyeron el precio que la transición obligó a pagar. Ahora bien, a veinticinco años de la muerte del dictador, con un régimen democrático que ha experimentado la alternancia política de forma plausible, una condecoración como la citada es, lisa y llanamente, inadmisible.

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El respeto a la memoria histórica de aquellos que lucharon por la libertad y la propia reputación democrática del Estado no casan con el reconocimiento público a un torturador, aunque alguien, un día, le quitase la vida. El Estado democrático, que tan limitado ha sido en España en el reconocimiento público al esfuerzo que los opositores demócratas hicieron frente a la dictadura de Franco, un esfuerzo y una lucha en condiciones durísimas, que llevaba a la destrucción personal y familiar, a la tortura, a la prisión e incluso a la muerte, se descuelga ahora con una condecoración a un siniestro personaje que se llamaba Melitón Manzanas. Es un acto administrativo indigno de la democracia.

Manzanas formaba parte de una siniestra saga de torturadores al servicio de la dictadura franquista que, con la más absoluta impunidad jurídica, practicaron todo tipo de brutalidades y vejaciones contra aquellos que con gran valor y coraje cívico se enfrentaron, en el silencio de la larga noche del franquismo, a un régimen político execrable. Una saga repartida por todo el país, integrada por excrecencias humanas como los hermanos Creix en Barcelona (que torturaron, entre tantos otros, a militantes comunistas como Miguel Núñez y Tomasa Cuevas, o a activistas católicos y nacionalistas como Jordi Pujol, presidente de la Generalitat); el inefable Conesa en Madrid, además de los Polo, Quintela, Olmedo, Estévez, etcétera, desafortunadamente tan poco conocidos, tanto ellos como sus fechorías. Pues bien, en este selecto grupo ocupaba un lugar de honor Manzanas, cuya memoria a buen seguro no ha sido olvidada por muchos demócratas en el País Vasco (por sus manos pasaron nacionalistas vascos o socialistas como Ramón Rubial). A este respecto, su reconocimiento público a través de la condecoración no parece que sea la mejor forma de establecer una línea divisoria entre los que defienden, en la convulsa Euskadi de hoy, las libertades y los que las combaten con el terrorismo fascista. La condecoración a Manzanas olvida la Constitución y es un regalo en bandeja a las pretensiones políticas de esta otra forma de la excrecencia humana que es ETA y toda la escoria de su entorno.

Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra.

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