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Derecho a emigrar, ¿obligación de acoger?

¿Es legítimo poner restricciones a la entrada de inmigrantes? ¿Existe un derecho a la inmigración de la misma forma que existe un derecho a la emigración? ¿Deberían los países desarrollados abrir totalmente sus fronteras para acoger a todo aquel que quiera entrar y trabajar en nuestro país? La situación que estamos viviendo en España, un país tradicionalmente de emigrantes, donde a la vez que se endurece la política inmigratoria se repiten, cada vez con más frecuencia, situaciones de explotación de los inmigrantes ilegales, nos debe obligar a plantear este tipo de cuestiones.

Sin duda, existe un derecho a la emigración basado en la libertad que tiene toda persona a salir de cualquier país, incluso del propio, tal como recoge el artículo 13.2 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948. Sólo los regímenes autoritarios niegan esa libertad. Pero frente a ese derecho a emigrar no existe, ni en la Declaración Universal ni en la legislación de países de tradición inmigratoria, como USA o Europa, una obligación recíproca de acogida. Hay aquí, de momento, una asimetría entre el derecho a salir de un país y la ausencia de un derecho equivalente a entrar en otro. Digo que de momento, porque se observa ya cómo los derechos de refugio y asilo político -recogidos en el artículo 14 de la Declaración Universal- están sirviendo de vía para acoger al más universal de los derechos, después de la vida: el derecho a escapar del hambre.

¿Qué razones existen, entonces, para la existencia de controles de entrada de inmigrantes? Hoy por hoy, esas restricciones son vistas como legítimas medidas de una sociedad democrática para defender a sus trabajadores nacionales más débiles de la competencia por un bien escaso: el empleo. Los economistas aún no se han puesto de acuerdo acerca del impacto económico a largo plazo de la inmigración sobre la producción, la distribución de la renta, la seguridad social o la fiscalidad. Pero sí hay evidencia de que a corto plazo se producen efectos sobre los trabajadores nacionales menos cualificados. Son esos efectos económicos a corto plazo los que dan legitimidad social a las políticas de control de entrada. No sucede lo mismo, sin embargo, con la expulsión de los inmigrantes contra su voluntad, que es mucho más problemática y no cuenta con el mismo apoyo de la opinión pública.

Cuestión distinta es la eficacia de los controles, ya sean los de entrada y residencia, las inspecciones sobre empresas para que no empleen inmigrantes sin permiso de trabajo y residencia o los convenios de repatriación. La experiencia nos dice que la eficacia de esas medidas es más bien escasa. Por el contrario, es muy probable que cuanto más restrictivos sean los controles de entrada, más crezca el número de inmigrantes ilegales dentro del país. La razón es que el volumen de inmigrantes existentes en cada momento depende tanto de los flujos de entrada como de los de salida. Como los inmigrantes, con o sin controles, continuarán viniendo mientras permanezca la ruptura del equilibrio entre economía y demografía entre países ricos y pobres, cuanto más duros sean los controles de entrada menos salidas se producirán, por el temor a no poder entrar de nuevo. Además, al alargar la estancia, los que están dentro tienden a reunir a la familia con ellos. El resultado es que el stock neto de inmigrantes ilegales aumenta a medida que se endurecen los controles de entrada.

A la vista de esta más que dudosa eficacia de las medidas de control para frenar el aumento de inmigrantes ilegales, creo que, a la vez que se mantienen mecanismos de disuasión a la entrada, debería optarse por la liberalización de la política de inmigración y no por su endurecimiento. Paralelamente, habría que fortalecer las políticas de ayuda al desarrollo de los países emisores, de tal forma que el progreso económico acabe reduciendo la proclividad a emigrar y alivie por este lado la presión migratoria.

Mientras tanto, hay que hacer enormes esfuerzos de persuasión social y dedicar más recursos para evitar que la inmigración, legal o ilegal, degrade los niveles de vida, la calidad de los servicios públicos y sociales a disposición de los ciudadanos y los niveles de seguridad ciudadana en aquellos barrios de mayor concentración de inmigrantes. Si la calidad de las escuelas públicas o la seguridad ciudadana se deterioran en esas zonas, de nada servirán las llamadas a una mayor solidaridad, ni el argumento de que a largo plazo el país en su conjunto sale ganando. Esto es así, porque la ética de la solidaridad se vacía cuando no tiene en cuenta las realidades concretas que viven los ciudadanos. Por eso no deberíamos ceder a la ilusión de creer que los hombres son distintos de como en realidad son. Es por este lado por donde puede prender la llama en cualquier momento.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universitad de Barcelona.

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