De difícil cumplimiento
El Gobierno inauguró ayer la entrada en vigor de la nueva Ley de Extranjería con el tácito reconocimiento de que no podrá cumplirla en su integridad. No es su culpa, aunque sea el culpable de esa ley; en muchos aspectos es de imposible cumplimiento. La política de inmigración, una de las cositas a las que se refirió Aznar en su discurso del domingo ante los jóvenes de las Nuevas Generaciones del PP, se le puede complicar al Gobierno precisamente porque su ley -apoyada sólo, y con objeciones, por CiU y Coalición Canaria- no es el instrumento adecuado para la 'lógica y razonable administración de los flujos migratorios en España' que reivindica su principal inspirador, el ministro Mayor Oreja.
Ni los inmigrantes en situación irregular -los 30.000 a los que se han negado expresamente los papeles ni al menos otros tantos que por diversas circunstancias han quedado al margen del proceso de regularización concluido el 31 de julio- volverán voluntariamente a sus países de origen por mucho que lo desee el Gobierno ni éste dispone de medios para obligarles, salvo una cacería que ha descartado de antemano. Tampoco estos inmigrantes -trabajadores integrados de una u otra forma en el proceso de producción- van a dejar de ejercer, aunque sea en la clandestinidad que se les impone, los derechos imprescindibles para sobrevivir. Desde hoy, esos inmigrantes que la ley desconoce serán un blanco más fácil para ser explotados por mafias diversas.
Regular los flujos de inmigración exige firmar acuerdos con terceros países y organizar oficinas de contratación capaces de responder a numerosas ofertas de empleo que los españoles no están dispuestos a cubrir. En esta dirección se podía haber avanzado mucho más durante la reforma de la ley, de forma que su entrada en vigor no aumentara la incertidumbre de un colectivo que algunos cifran en más de 100.000 personas y cuya vida es hoy mucho más precaria.
Una vez más, Aznar ha recurrido a Europa para difuminar responsabilidades que corresponden a su Gobierno. En su discurso a los jóvenes del PP afirmó que en Europa se echarían las manos a la cabeza si un responsable español defendiera en sus foros la igualdad de derechos entre inmigrantes regulares y sin papeles. Pero nadie en España reivindica esa equiparación legal ni niega al Estado la potestad de controlar los flujos migratorios y de establecer previsoramente los contingentes de trabajadores foráneos que puede absorber el mercado laboral. Ojalá que el Gobierno fuera capaz de realizar esa tarea. Pero la línea divisoria -desde luego en ningún país de esa Europa a la que invoca Aznar se llega a tal extremo- no pasa por negar la existencia misma del inmigrante irregular, como si pudiera borrarse por ley lo que no gusta. Vana ilusión la de este Gobierno si cree poder acabar con los inmigrantes sin papeles no reconociéndoles como personas y convirtiendo su estancia en España en un calvario bajo la permanente amenaza de expulsión. Una desigualdad tan extrema no la podrá soportar sin tensiones graves una sociedad normal como la española.
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