MIS VELADAS CON FIDEL
Memorias cubanas de la escritora nicaragüense Gioconda Belli
De mi primer viaje a Cuba mi extraño encuentro con Fidel Castro. (Panamá, La Habana, 1978-1979).
¿Te gustaría ir a Cuba? -me preguntó Modesto [Henry Ruiz, Modesto, dirigente sandinista] una tarde en Panamá, con una sonrisa seductora de mago a punto de conceder su deseo a Aladino. Los cubanos invitaban a un representante de la GPP [Guerra Popular Prolongada, facción del Frente Sandinista de Liberación Nacional] a la celebración del XX Aniversario de su Revolución. Si disponía de dos semanas, yo sería la persona indicada para viajar a la isla en los últimos días de diciembre.
Por lo general procuraba no ausentarme de mi casa más que dos o tres días. Mis viajes eran cortos pero frecuentes. A pesar de ello, acepté la propuesta de Modesto. Cuba era entonces el faro de la revolución en América Latina; el primer territorio libre de América. ¿Qué más podía desear yo que hacer aquel viaje?
Volví a Panamá a finales de diciembre para tomar el vuelo a La Habana. A última hora Modesto, quien planeaba viajar conmigo, decidió no ir. Al día siguiente de llegar tuvimos una discusión irracional e intempestiva. Salí, pues, triste y destemplada en el vuelo de Cubana.
La apariencia desteñida, pobre y descascarada de La Habana y la impecable sincronía entre los funcionarios del partido, el personal del hotel, los chóferes de los autos oficiales y todos los que nos atendían, fueron mis primeras impresiones del socialismo. Llegué a Cuba dispuesta a sustituir las visiones siniestras de una adolescencia llena de mitos anticomunistas por la realidad de una utopía en la que el socialismo lograra crear el mejor de los mundos posibles. Vi la ciudad a través del prisma rosado de mis ilusiones. El embargo económico de Estados Unidos explicaba los edificios maltrechos, lo que no funcionaba. Admiré la dignidad, el buen humor infatigable de los cubanos que subían a los buses atestados y tardíos, vestidos con ropas que recordaban las modas de las décadas cincuenta y sesenta.
El hotel Capri, donde me hospedé, con su decoración art déco restaurada y vuelta a restaurar, me recordó los viejos hoteles de Miami Beach. Comprobé que no había tales de que uno no podía moverse por La Habana sin un eterno funcionario del partido pegado a los talones. Deambulé por sus avenidas, visité librerías donde los libros costaban centavos, hablé con los pescadores solitarios en el malecón. Me impresionó la cultura política que poseían las personas más sencillas, los jóvenes. Percibí una calidad especial en aquellas gentes alejadas del consumismo y forzadas por las circunstancias a forjar el eje de sus vidas alrededor de valores espirituales como la educación, la solidaridad, el amor a la patria, lo comunitario. Los cubanos lamentaban la escasez, pero se las arreglaban con buen ánimo y un sentido épico de sí mismos.
La estatificación de todos los servicios y la falta de competencia del comercio se dejaban sentir en papeleos, burocracia, en la lentitud y confusiones con que uno se topaba no bien salía de los hoteles e intentaba comprar un helado, sentarse en un café. El hotel, sin embargo, funcionaba a las mil maravillas. La comida era excelente.
En medio del ambiente festivo de las celebraciones, me deslumbraba toparme cara a cara con guerrilleros de toda América Latina, dirigentes de países socialistas como Vietnam, embajadores de movimientos de liberación palestinos, polisarios, surafricanos. La atmósfera era de cuento de hadas revolucionario. Fui a un desfile militar donde miles de soldados saludaron en coro multitudinario la memoria del Che Guevara; escuadras de Mig volaron sobre nuestras cabezas dejando estelas de colores en abierto desafío a las protestas de Estados Unidos por la posesión cubana de esos aviones. Visité museos con fotos de Fidel y sus barbudos de la Sierra Maestra; conocí bajo un aguacero a Gabriel García Márquez y nos hicimos inseparables compañeros de autobús yendo por La Habana de un lugar a otro. En la Casa de las Américas conocí al afable y sencillo poeta uruguayo Mario Benedetti, al cubano Roberto Fernández Retamar.
Al acercarse la fecha del aniversario, las recepciones oficiales ocuparon las noches. En la primera de ellas, una fiesta multitudinaria en el imponente y moderno Palacio de los Congresos de La Habana, estreché la mano de Fidel Castro.
-¿Dónde te han tenido escondida los sandinistas? -me preguntó, mirándome de arriba abajo.
Me encontraba al lado de Doris Tijerino, mujer legendaria dentro del sandinismo, que vivía en Cuba en ese tiempo. Bromeaba con Fidel, y él se quedó largo rato conversando con ella y mirándome a mí, que hablé poco, apabullada por el solo hecho de tenerlo cerca.
Fidel es un hombre físicamente imponente. Alto, fuerte. La tela de su uniforme de gala verde olivo impecable tenía un lustre a nuevo, sus zapatos relucían. Todo él emanaba un aire de autoridad, seguridad, conciencia de ser el personaje más importante en el salón. En su rostro de facciones muy españolas, la expresividad de los ojos era caribe, tropical, penetrante, juguetona. Sin dejar de prestarnos atención, no perdía detalle del ambiente circundante. Al poco rato, más personas se acercaron para escucharlo. Él preguntaba, pontificaba sobre la realidad de tal o cual país. Actuaba como Moisés en el Sinaí con las Tablas de la Ley entre sus brazos: líder de los pueblos en su recorrido a la Tierra Prometida. Finalmente se alejó entre la multitud. Me sentí halagada de que se fijara especialmente en mí.
A la noche siguiente, en una recepción más pequeña para las delegaciones de América Latina, conversaba con Mario Benedetti cuando Fidel se acercó de nuevo a saludarme. Lo acompañaban otros invitados y funcionarios del Partido Comunista de Cuba. Me vi en un círculo de hombres que me sonreían con picardía cómplice debido a la atención que me dispensaba su jefe. Mario lo puso al tanto de que era poeta, reciente ganadora del premio Casa de las Américas.
-¿Y cómo hago yo para leer tu libro? -me preguntó mientras las sonrisas de los demás se hacían más anchas. Me reí también. Sería fácil, le dije. Se lo haría llegar.
-Pero quiero que me escribas una dedicatoria -añadió.
-Claro que sí, comandante, lo haré encantada -le dije.
Fidel continuó la conversación sin dejar de mirarme con sus ojillos penetrantes. Traté de mantenerme calma, segura de mí y de actuar con naturalidad bajo el escrutinio de su mirada.
-¿Y cómo puedo yo verte a ti? -me preguntó-. Llegar a tu hotel sería difícil. Soy demasiado conocido.
Lo miré azorada. Los demás rieron. Supuse que sería una broma.
-Me está viendo, comandante -dije, uniéndome a la broma, disimulando mi incomodidad.
Poco después Fidel continuó su recorrido por la fiesta, saludando a antiguos conocidos, caras nuevas. La fiesta se ofrecía en una casa de protocolo grande y blanca. En el jardín de exuberante vegetación tropical las mesas estaban colocadas bajo los árboles, esparcidas aquí y allá. Por todas partes departían amigablemente líderes guerrilleros del MIR chileno, del ERP argentino, de los Tupamaros de Uruguay, salvadoreños, guatemaltecos, fugitivos cuyas cabezas tenían un alto precio en sus países por oponerse a regímenes militares o al statu quo. Anduve entre los invitados saludando a personas que conocía, conversando. Divertida, me percaté de que Fidel intentaba repetidamente aproximarse a mí. Apenas lo lograba, sin embargo, nos rodeaban de nuevo.
-¿Te fijas?, no me dejan hablar contigo -me dijo en una de ésas con expresión resignada.
Yo disfrutaba la situación. ¿Cómo no disfrutar de la atención nada menos que de Fidel Castro?
A la hora de la cena. Fidel se sentó a la mesa al fondo del jar-dín. Poco después un movimiento de hombres corriendo, de carros que partían, anunció que el comandante se había marchado. El ambiente se distendió sensiblemente. Los compañeros sandinistas de la mesa bromearon sobre las atenciones del comandante en jefe para conmigo. Nos reímos. Servían el postre cuando se sentó a mi lado Ulises, un alto funcionario del Departamento América del Partido Comunista de Cuba, a quien conocía de Panamá.
-Ven -me dijo-. Fidel quiere hablar contigo.
Sin saber qué otra cosa hacer, me levanté y lo seguí hasta su carro, curiosa y temerosa a la vez.
Fidel me esperaba en una casa que tenía el aire frío de un lugar sólo habitado ocasionalmente; una sala mal iluminada que parecía sacada de un escenario teatral, las paredes tapizadas de verde con cuadros con marcos dorados aquí y allá, ilustrando antiguas escenas de caza. Recordé el incidente con Torrijos. Ojalá Fidel, mi ídolo, no hiciera algo semejante. Me tranquilicé cuando vi que lo acompañaba Manuel Piñeiro, Barbarroja, uno de sus compañeros de la Sierra Maestra, el jefe del Departamento América. Piñeiro era un hombre difícil de descifrar. Sus ojos café eran intensos, maliciosos, ligeramente amenazantes. Parecía saberlo todo o creer que lo sabía. Me senté junto a Fidel en un sofá largo junto a la pared, mientras Piñeiro observaba la escena sentado en otro sillón.
-Perdona que te haya hecho venir -me sonrió Fidel-, pero ya viste, no habría podido hablar contigo de otra forma.
De la primera parte de esa conversación guardo vagos recuerdos. Fidel me preguntó muchas cosas personales; mi origen de clase, mis padres, cuándo me había hecho sandinista, poeta. Hablar de uno mismo es fácil, de modo que me explayé, sintiendo que mientras conversáramos estaría segura. Le conté de Marcos, de Sergio, de mis hijos. Fue al abordar el tema de la coyuntura de Nicaragua cuando surgieron las discrepancias. No pude evitar darle mi opinión. No comprendía por qué ellos -Cuba- apoyaban con obvia preferencia a la tendencia Tercerista, los hermanos Ortega, cuyo comportamiento político era a mi parecer arriesgado a largo plazo e inescrupuloso. Fidel se agitó y empezó a gesticular con su dedo índice. Subía y bajaba la voz hasta llegar al susurro. Sus tonos altos sonaban a regaño dulzón, pero afilado.
-¿Cómo puedes dudar tú de mis intenciones? Yo he sido el más decidido defensor de la unidad. Me he pasado noches con tus dirigentes, discutiendo con ellos para lograr la unidad -y me miraba con sus ojos penetrantes.
-Pero, entonces, ¿por qué apoya a unos más que a otros? -insistía yo, que conocía, bastante bien por cierto, que Fidel favorecía con más armas y equipos a los Terceristas.
-Pero ¿de dónde sacas tú eso? -Y volvía a repetir que él apoyaba la unidad, que él confiaba en los dirigentes de la GPP. No tenía dudas de que Modesto, Tomás y Bayardo eran hombres de principios. Acaso no me daba cuenta de que esas inquietudes que yo expresaba sobre los Ortega justificaban que él quisiera estar cerca de ellos, ayudar a encauzarlos mejor.
-Pero lo que hace es fortalecerlos -argumentaba yo, terca como una mula. Decírselo era mi manera de demostrar respeto por su inteligencia.
Como me sucedería a menudo en mi vida al tratar con hombres en posiciones de liderazgo, lentamente caí en la cuenta de que no quería oírme, sino que lo oyera. Alzaba la voz. Su tono bordeaba lo iracundo. Era evidente que consideraba mi postura como un desafío y quería convencerme de mi error. Al ver que no lograría nada, que la conversación se había reducido a un enfrentamiento de su verdad contra la mía, desistí de continuar.
-Usted sabe más que yo, comandante -le dije. Posiblemente me equivoque; obviamente no tengo todos los elementos de juicio que usted tiene. Pero no dudo de sus buenas intenciones. Sé lo que ha trabajado por la unidad. Como sandinista, se lo agradezco.
Para apaciguarlo, le dije más cosas que no recuerdo. Poco a poco retornó a su compostura habitual. Sentado en el sillón, Piñeiro nos miraba. Sus ojos sagaces, impenetrables.
La extraña reunión llegó a su fin. Me despedí de Fidel en la puerta, un poco azorada, sin saber exactamente qué pensar de aquel peculiar encuentro.
Por esos días llegó Modesto a La Habana. Me mandó a buscar. Lo vi la tarde del mismo día en que me reconcilié a medias con mi aversión a las armas en el polígono de tiro. Estaba alojado en las afueras de La Habana, solo, en una casa extraña, grande y con muchas habitaciones. Nerviosa, hablé sin parar de mis impresiones de Cuba, temiendo que cuando callara me dijera que ya no me quería. Pero en menos de una hora nos reconciliamos como si el disgusto hubiera sido sólo el pretexto para reencontrarnos con la intensidad de quienes recuperan un cielo que creían perdido para siempre.
La fiesta del 31 de diciembre fue inolvidable. Cientos de mesas fueron colocadas en la pequeña y empedrada plaza de la Catedral de La Habana vieja, uno de los sitios históricos más hermosos e íntimos de América. Los edificios coloniales que flanquean la plaza en sus cuatro costados, magníficamente iluminados, eran el marco en el que se desarrollaba la fiesta amenizada por un espectáculo musical de ritmos afrocaribeños: el danzón, la guaracha, la Guantanamera. A medianoche estallaron los brindis. Brindé con revolucionarios de todo el mundo, cuyas causas no siempre me eran familiares. Y, claro, con mis compañeros sandinistas. Brindamos por el fin de las tiranías, los triunfos populares, las revoluciones. Los nicaragüenses nos emocionamos. Mil novecientos setenta y nueve sería el año decisivo para nosotros. Lo sabíamos.
Se acercaba el día de mi regreso al capitalismo y al exilio. Leía en mi habitación del hotel, por la tarde, cuando me telefoneó un funcionario del partido para pedirme que no saliera del hotel, por favor. Ignoraba el motivo de su extraña petición, pero supuse que sería algo relacionado con Modesto -a quien los cubanos trataban con mucha deferencia-. A las ocho de la noche volvió a llamarme y me indicó que bajara y lo encontrara en el vestíbulo del hotel. Mi acompañante no me dijo adónde íbamos cuando partimos en su automóvil, y no sospeché de qué se trataba ni siquiera cuando vi que nos acercábamos a la sede del Partido Comunista de Cuba, un edificio alto, moderno, en la plaza de la Revolución.
Creo que estábamos dentro del edificio cuando finalmente me informó que Fidel quería verme otra vez.
Recordé que Fidel trabaja de noche; de cuatro de la tarde a cuatro de la mañana. Caminanos hacia su despacho, que era hermoso, amplio, con muchas plantas, amueblado sencillamente y donde se respiraba una atmósfera de historia acumulada y viva. Hablamos durante casi cuatro horas, hasta la medianoche. Otra vez Piñeiro rondaba por allí. Entraba y salía. Fidel iba vestido con su eterno uniforme de comandante, que luego copiarían los nuestros en Nicaragua. Yo llevaba los jeans y la camisa blanca, holgada, con la que anduve durante el día. Me dio las gracias por el libro de poemas que le envié con dedicatoria. Conversamos sentados en un sofá blanco al lado de su escritorio.
-Nunca antes estuve con alguien de la base del sandinismo -me dijo-. Usualmente me reúno con los dirigentes. Espero que llegues al final de todo esto. He visto tanta gente morir en el intento... Compañeros... No te imaginas, por ejemplo, lo que fue para mí la muerte de Camilo, del Che. Yo mismo dirigí la búsqueda del avión de Camilo. Aquel mar que no dio señas de nada nunca. Se perdió Camilo. Nunca lo encontramos. A pesar de todos los esfuerzos. Y el Che. Sus manos las tenemos aquí. ¿Lo sabes? Imagínate. Sus manos. El Che era como mi hermano.
Emotivo. Susurraba. Me tenía que inclinar para oírlo.
Más tarde hablamos de las ideas. Le pregunté si ya era socialista al triunfar la Revolución. Recordaba la cadena con el Cristo en su cuello cuando bajó de la Sierra Maestra.
-Pensé en un sistema semejante por mi cuenta -me dijo-. La repartición de la riqueza. Me sorprendió leer a Marx y ver las coincidencias. Mi conversión al marxismo fue muy rápida.
Me contó la historia de la Revolución Cubana, cómo escribía sus discursos.
-Leo a Martí -me dijo-. Es mi fuente de inspiración.
Y sacó los libros de Martí. Me leyó pasajes. Yo estaba subyugada por sus emanaciones de héroe. No podía creer la suerte que me permitía compartir ese tiempo con Fidel. La tranquilidad, el silencio de aquel edificio dormido.
En medio de todo esto me insinuó que podía ayudarle facilitándole cierta información. Quería saber detalles sobre la reacción de la GPP ante la entrega de un cargamento de armas a los Terceristas. Recordé los exabruptos, la furia de Modesto al salir de la reunión donde se enteró de que, a pesar de las promesas cubanas, las armas no se habían repartido equitativamente entre las tres tendencias.
-Si tú me dices lo que sabes, te puedo explicar -propuso Fi-del-. Te lo puedo explicar todo, pero sólo si tú lo sabes, porque si no, ¿qué caso tiene darte una explicación?
Aquel día, Modesto me había hecho jurar que, pasara lo que pasara, jamás comentaría con nadie su reacción. Me pareció extraña tanta insistencía sobre mi silencio, pero no había vuelto a pensar en eso hasta que Fidel empezó a interrogarme. Me pregunté si Modesto habría imaginado que Fidel Castro en persona querría saberlo. ¿Sería algo que ni Fidel debía saber?, me pregunté. Fidel tendría que darle las explicaciones a Modesto, no a mí. A mí no me correspondía revelar nada. Yo era una simple mortal en aquel juego de dirigentes.
Con ceniceros y objetos de su escritorio, Fidel me explicó que, según su tesis, conducir una guerra de posiciones clásica en el sur de Nicaragua empantanaría al ejército somocista y facilitaría la toma del poder por los sandinistas. Para ello era clave que el Frente Sur dispusiera de armas para una guerra regular: antiaéreas, antitanques, cañones. Ésa era su idea. Estaba seguro de que era la estrategia militar indicada. Era fascinante verlo apasionarse, volver a hacer la revolución otra vez. Sólo que los sandinistas éramos tercos. Respetábamos a los cubanos, pero nuestra guerra la queríamos hacer nosotros; ganar por nuestra audacia, nuestras propias ideas. Quizá los Ortega estaban dispuestos a seguirle el juego, pero el sandinismo no eran ellos. Me perturbaba que Fidel se resistiera a cederles el turno a otros, que reclamara protagonismo en nuestra revolución. Lo escuché en silencio. No coincidía con su apreciación. Juzgaba que las armas serían más valiosas fortaleciendo las columnas del norte, las ciudades. La guerra del sur no tenía mucho futuro. No éramos un ejército regular. No sabíamos combatir como ejército regular. Se arriesgarían muchas vidas, sería muy costoso. Se lo dije, pero no insistí. Era un caso perdido. A medianoche Piñeiro entró. Insistió también sobre la información que querían.
-No sé nada de lo que ustedes quieren saber -repetí.
Al fin se rindieron. Fidel volvió a sus gestos y actitud tranquila. Me despidió cariñosamente en la puerta.
-Me saludas a Camilo -fue lo último que me dijo. Me asombró que recordara el nombre de mi hijo. Sonreí.
Al regresar al hotel, me asaltó la incertidumbre de si había hecho lo correcto. Llamé un taxi. De memoria, asombrándome de mi propia intuición, lo guié por las calles de La Habana hasta la casa donde se alojaba Modesto. Él se sorprendió de verme aparecer de madrugada, casi a las dos de la mañana.
-Hiciste bien -me dijo-. Ya hablaré yo con ellos. No te preocupes.
Antes de marcharme de Cuba, le escribí una carta a Fidel. Una carta de un compañero a otro. Lo respetaba mucho, le decía, pero él debía comprender la situación imposible en que me había puesto. Yo era una militante. No podía violar mis órdenes. Consideraba incorrecto de su parte que hubiera intentado inducirme a hacerlo valiéndose de su autoridad, de su prestigio. Le hice una crítica, muy revolucionaria, según yo. Bien ingenua, pienso ahora.
Volví a ver a Fidel después del triunfo de la Revolución Sandinista. Me saludó cortés, pero frío. Evidentemente, mi carta, si es que la leyó, no le hizo mucha gracia.
Aunque el significado de esa noche sigue siendo inexplicable para mí, atesoro el recuerdo como una de esas cosas mágicas y ligeramente perversas que le pasan a uno en la vida. A la luz de los años, el episodio, en vez de aclararse, se ha oscurecido. ¿Necesitaba Fidel que yo le diera esa información? Parece improbable. Contaría con medios suficientes para enterarse sin mi concurso. Modesto se lo habría dicho sin duda. ¿A qué obedecía entonces su insistencia? ¿Quiso simplemente tener un pretexto para justificar su deseo de verme, hablarme, examinarme como mariposa bajo el microscopio, estudiar mi reacción ante el poder que él blandía? ¿Quería seducirme? No lo sé. Supongo que nunca lo sabré. A mí me quedó este recuerdo. Literatura.
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