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Columna
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Tonterías

Existe una anécdota, quizá apócrifa, que se viene repitiendo con distintos protagonistas desde, por lo menos, la Restauración. A Fulanito le nombran ministro y se reúne toda la familia para celebrarlo. La abuela, taciturna, se mantiene distante. '¿Por qué estás triste?', le preguntan. 'No estoy triste; estoy preocupada. Que Fulanito era tonto era algo que sólo se sabía en la familia. Ahora lo sabrá toda España'.

Es probable que si Celia Villalobos hubiera continuado como alcaldesa de Málaga, mucha gente seguiría considerando que no tenía defectos más notables que la altanería, un populismo exacerbado y una pillería que algunos consideran incluso una virtud. Ha bastado que la pongan al frente de un ministerio -incluso de uno con tan escasas competencias como el de Sanidad- para que toda España compruebe que no hay mezcla más explosiva que la que hacen la soberbia y la estupidez.

Celia Villalobos -a quien se supone rodeada de gente competente- no ha sido capaz de seguir el sabio consejo de Groucho Marx: 'Más vale estar callado y parecer tonto, que hablar y despejar las dudas definitivamente'. Era lógico. La fama le venía de su locuacidad, de ese desparpajo que la convirtió en figura política gracias a un programa de televisión.

Fue una pena que, a comienzos de los noventa, al PP no le bastaran para conquistar el poder los errores cometidos por el PSOE. Necesitó además del juego sucio y tuvo que crear de la noche a la mañana una generación de políticos cuya talla no superara a la de su líder. Se valoraba ser mujer y cierto descaro; ese descaro que tienen, por ejemplo, los del Opus que dicen tacos con escasa convicción para parecer modernos. Celia Villalobos daba el tipo: eso en el caso de que el tipo no fuera definido a su medida por su propio esposo, Pedro Arriola, asesor de José María Aznar para estos asuntos.

Ahora, por si hubiera dudas, ya sabemos lo que este modelo daba de sí. En Madrid, la ex alcaldesa de Málaga ha encontrado rápidamente su techo. O, más bien, se ha estrellado contra él. Y es que la capital es muy dura: allí no basta con contar chistes, ni con llamar shoshito a las electoras -incluso está mal visto-; allí hace falta algo más que la ayuda de un puñado de fieles y la de algún periodista con vocación de cortesano y muy poquitas neuronas. En la capital, difícilmente hubieran considerado una noticia menor -como se hizo en Andalucía- que Celia Villalobos se hubiera inventado una licenciatura en Económicas al rellenar su ficha en el Parlamento Europeo. Por menos, hubo ministros de Felipe González que presentaron su dimisión. Y eso que entonces tampoco había mucha costumbre.

Los andaluces estamos de enhorabuena. Si Celia Villalobos hubiera continuado en Málaga, no habría encontrado su techo en Madrid. Probablemente, lo habría terminado encontrando en Sevilla, aunque no como consejera, sino como presidenta de la Junta. Esas parecían ser al menos sus ambiciones. Madrid no era sino una etapa intermedia entre Málaga y Sevilla. Un viaje para el que no hacía falta otro equipaje que el gancho populista de Celia Villalobos y la falta de fuelle de Manuel Chaves.

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