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Si desear fuera útil

En la Granada del siglo XVIII, el cortesano Ibn al-Jatib confeccionó una antología poética que tituló Libro de la Magia y de la Poesía. En el libro distinguía entre el trabajo poético realizado con esmero, al que llamó 'poesía', y el arrebato creador, al que puso bajo el epígrafe de 'magia'; o lo que viene a ser lo mismo, diferenció entre la belleza del conocimiento elegante, susceptible de ser exhibido y gozado en público, y el rapto íntimo e intransferible, mudo, casi místico. Pero el libro no sólo pretendía ser la mejor recopilación hecha hasta entonces de la poesía árabe, sino que estaba concebido como libro de estudio para la formación de su hijo: en la Granada de aquellos siglos -en el recinto de la Alhambra al menos- era de gran utilidad para los cortesanos ese tipo de conocimientos que precisamente ahora se desecha por inútil, y se valoraba como sabio a quien lo poseía; un individuo a quien en los tiempos que corren se tendría como excéntrico, en el mejor de los casos. Con todo, resulta curioso que un padre pusiera una atención tan esmerada y exquisita en la educación de su hijo. Pero lo que de verdad sorprende, en estos tiempos en los que consideramos que el conocimiento no es sólo un derecho, sino una obligación común -y en los que la escolarización es obligatoria-, es que en aquella lejana Granada de aquellos se concibiera el saber como un lujo extraordinario, cuyo provecho radicaba únicamente en la posesión y el disfrute de ese lujo que, por otra parte, no iba a procurar a su poseedor habilidades, capacidad de estrategia comercial o beneficios materiales añadidos; ni más lucro que la admiración, o la estima de sus superiores y vecinos.

En las antípodas de aquel hijo palaciego están los pobres chavales suburbiales que acuden a la guardería en la película de Tavernier Hoy comienza todo, tan de aquí y ahora mismo. Y no porque los educadores no pongan, dentro de sus ínfimas posibilidades, un afán similar al de Ibn al-Jatib en la formación de sus alumnos, sino porque el empeño ya nace malogrado por el descalabro social y por la finalidad de la educación que los gobernantes han decidido para esos muchachos de los suburbios: hijos del paro y de la miseria que se esconde tras el bienestar de los pudientes, en buena medida carne de delincuencia y de cualquier tipo de marginación, todo esfuerzo invertido en ellos es considerado como un lastre superfluo, un derroche. Y los niños, condenados, tardarán poco en saber que lo están, y se rebelarán contra esa dudosa tabla de salvación que es su formación, a la que ven como una trampa del enemigo. Con semejante panorama, no es extraño que los educadores que tienen que lidiar con la atrocidad se depriman. ¿Quién puede ser testigo directo de una catástrofe sin conmoverse?

Cuando hace un tiempo apareció en las librerías la reedición de la Enciclopedia Álvarez, convertido, más que en curiosidad histórica o etnográfica, en libro de humor, algunos de los que tuvimos en nuestra niñez aquel increíble despropósito como único texto de estudio sentimos la tentación de negarlo: un punto negro de tal envergadura en nuestra formación primera pondría en entredicho a los ojos de los demás el resultado del conjunto; ¿era posible para cualquiera que no fuese un héroe del reciclaje educacional superar aquella salvaje idiotez?; o lo que viene a ser lo mismo, ¿puede ser reversible la educación? De mi época de enseñanza secundaria -a excepción de dos años en un instituto cuya disciplina, misa, izar bandera y Cara al sol cada mañana, significaron mi contacto más evidente con el viejo fascismo- no guardo un recuerdo negativo. Tras aquella etapa seguí mi bachillerato en otro instituto al que la ruralidad, la improvisación y la precariedad de los medios no impidieron que se convirtiera en idílico; al menos en mi memoria, quizá un poco trastocada. Un profesorado joven y amigable, clases mixtas por escasez de aulas y liberalismo avant la lettre, quizá lo convirtieron en una excepción. Mi época universitaria coincidió con los últimos cinco años de la dictadura, lo que significa que viví la etapa más popular de toda la historia de la Universidad española, pero no precisamente por la calidad de la enseñanza impartida. El plan de estudios era un atentado contra la razón, cometido precisamente allá donde se supone que se le rinde culto. Con todo, uno podía encontrar maestros, aunque a menudo se les descubriera fuera del horario lectivo y de las enseñanzas obligadas. Como tantos otros de mi generación, de las anteriores y, a lo que veo también de las de después, me considero un autodidacta con un curioso y extraño diploma, firmado por el rey, que certifica que cursé estudios superiores.

Ahora que se discuten y se negocian las materias y el tiempo que se merecen en la educación de los alumnos, y que se regatean los conocimientos mínimos que se deben impartir con la racanería gremial del comerciante, uno desearía que unas gotas del espíritu de Ibn al-Jatib cayeran como por descuido sobre el papel del proyecto; o al menos que se abrieran unas grietas en la ley que permitieran la posibilidad de que un hipotético alumno del porvenir pudiera ser autodidacta. Quizá para que algún niño del futuro pudiera valorar Los girasoles de Van Gogh por la belleza del lienzo, y no por los millones de dólares que un banco japonés pagó por él.

Enric Benavent es escritor.

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