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Columna
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Cacos a porrillo

Las secuencias, recientes y casi simultáneas, se desarrollan así: el vecino del primero se despierta una madrugada alertado por los ruidos que percibe en la vivienda. Ruidos y parloteo distendido. ¿Quién demonios puede ser? Dos fulanos de aspecto magrebí que, despreocupadamente, se estaban afanando cuanto les venía en gana. Sin mayor desconcierto, emprenden la retirada con todo el botín. Callar o morir. Otra vecina relata que, con la cesta de la compra a cuestas, se cruza con dos individuos que cargan con sendas maletas iguales a las que le regaló su hija. Clavaditas: eran las suyas propias, como comprueba cuando se encuentra con la vivienda patas arriba.

Tres: dos fulanos entran en un pequeño restaurante del barrio del Carmen de Valencia, ocupan una mesa y se hacen servir unas cervezas. Momentos después estalla un pequeño alboroto. Una comensal grita angustiosamente porque le arrebataban el bolso. El chorizo es apresado, suelta la prenda y se marcha con aires de ofendido. 'Racistas de mierda', exclama, regodeándose en su impunidad. ¿Seguimos? No hace falta. Las páginas de los periódicos ilustran a diario acerca de estas chorizadas mayores o menores y su información únicamente es muy a menudo una parte ínfima de las que se producen y que no llegan a las comisarías o a los juzgados. Decenas de hurtos y daños en vehículos, asaltos con violencia y otras rapacerías que el vecindario jamás denuncia.

Todo al tiempo, las autoridades gubernativas exhiben la reducción estadística de delitos, expresiva de la eficiencia de los cuerpos de seguridad. Nada menos que 20.000 infracciones penales menos se han producido en el País Valenciano durante los dos últimos años, según las fuentes aludidas. Ignoramos si en este capítulo se incluyen las que se traspapelan en las comisarías y nunca llegan a los juzgados y a las estadísticas, que también pasa algo de eso.

Pero no es mi propósito cuestionar la eficiencia de las fuerzas represivas. Debemos suponer que hacen profesionalmente cuanto pueden ante el problema de la inseguridad, que no es exclusivamente suyo. El objeto de estas líneas es subrayar las oleadas -porque irrumpen en oleadas- delictivas que abruman a la ciudadanía y que previsiblemente se acrecerán a medida que vaya abundando una población inmigrante marginada, sin otro horizonte que el de echar mano de lo ajeno.

Y dicho esto, que tiene visos xenofóbicos, maticemos el pronóstico. En primer lugar, y valga la obviedad, porque hemos de asumir que cada día irán en aumento los extranjeros que se insertan en esta sociedad y son una bendición para la misma, pues hacen falta y pueden enriquecerla laboral y culturalmente. De ahí la urgencia de hallar unas fórmulas integradoras que les alivien de la precariedad, la explotación y la marginación. En segundo lugar hay que empezar a distinguir el grano de la paja, pues no todos los colectivos foráneos se atienen a las mismas pautas. Los hay, y son mayoría, que tratan de ganarse cívicamente el pan, con o sin papeles, y quienes hacen de la transgresión penal, con provocación incluida, su modo de vida. En este aspecto, los magrebíes se llevan la palma, salvo que se demuestre otra cosa. Hay motivos sobrados para esta prevención, que no ha de confundirse con el prejuicio.

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