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LA LIDIA
Columna
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Casta y torería

Se presentó, novillero, Julio Robles, y dejó bien plasmados los elementos fundamentales de su personalidad: casta y torería.

El debú de Julio Robles en Madrid impresionó mucho a los aficionados. Lo hizo al mismo tiempo que Niño de la Capea y pareció que se producía entre ambos una incipiente competencia pero no la hubo en realidad. Se trataba de personalidades distintas, de divergentes concepciones del arte de torear.

A Robles le faltaba aún aprendizaje, perfeccionar las suertes básicas; un hervor, que diría el poeta. Pero la afición le entendió de inmediato, admiró la interpretación cabal que daba a las reglas del arte y sabía que con este torero lo único que hacía falta era esperar.

Fue, realmente, una continua espera. Julio Robles dio tardes memorables y en todas se apreciaba que le quedaban capacidades -afición, casta, sabiduría- para llegar más lejos. Incluso la tarde paradigmática del toro de Lázaro Soria (hablamos del año 1978 en Madrid) o la del toro de Felipe Bartolomé (hablamos del año 1987 en el mismo coso), o las muchas en que alcanzó la excelencia en el toreo de capa (cuajó un un inolvidable tercio de quites con Ortega Cano), pese a la genialidad creativa de su toreo, a la emoción de los tendidos, a la suya propia transportado por la magia del arte, parecía producirse la sensación de que lo realizado aún podía ser mejor.

Cuando sufrió el gravísimo percance que le quitó del toreo y poco faltó para que lo quitara de la vida, tuvimos una larga conversación en el centro de rehabilitación Peyrefitte, de la población francesa de Cerbere, e inevitablemente salieron a colación esas dos faenas en Las Ventas, que marcaron el curso de su carrera. Hacía un par de meses que se había producido la cogida de Beziers, el torero progresaba -ya podía mover las manos- y se especulaba con unas esperanzas de mayor recuperación que, lamentablemente, nunca se cumplieron. Y seguía hablando de toros con fluidez y pasión, como en esas charlas que se tienen hasta altas horas de la madrugada alrededor de la lumbre; dándole vueltas a lo que fue y podía haber sido su toreo, ponderando la importancia que tuvo en su carrera el toro de Lázaro Soria. 'Era violento, se me venía al pecho, hube de medirle', comentaba. 'Creo que la afición de Madrid entendió perfectamente el mérito de la faena'. Poco más comentó sobre aquella tarde crucial.Los diestros dotados de torería, al contrario de quienes carecen de ella, suelen ser muy parcos en palabras si se trata de ponderar su éxitos.

Fue promesa, figura en ciernes, desde la alternativa que le confirmó Antonio Bienvenida el año 1973, hasta la Feria de San Isidro de 1978, que le consagró. Y figura indiscutible en todos los carteles, durante la década de los años 80. Hasta que se produjo el terrible percance de Beziers en agosto de 1990.

El destino suele generar coincidencias trazando trágicas piruetas y lo hizo así en la fiesta aquel sórdido final de la década de los 80. Un año antes, en otra plaza francesa, un miura volteaba al diestro Nimeño II, dejándolo tetrapléjico. Nimeño estuvo también ingresado en el centro médico de Cerbere. Unos años después se suicidó.

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