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Columna
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De bruces con la posmodernidad

Emilio Lamo de Espinosa

Primero fue el Incansable, embarrancado en Gibraltar, amenazando con su latencia radioactiva. Inmediatamente se alzan tambaleantes las vacas locas con una amenaza mayor a la salud pública. Sobre ello se superpone el fantasma de la leucemia causada por la munición cargada con uranio empobrecido. Y todo ello mientras una y otra vez nos amenazan petroleros errantes, alimentos preparados con dudosos conservantes, materiales de construcción perniciosos, medicinas iatrogénicas, extraños virus que moran en los conductos del aire acondicionado, manchas solares, lluvia ácida, polución generada por los automóviles o las calefacciones y un largo etcétera.

En 1986 un hasta entonces desconocido sociólogo alemán, Ulrich Beck, publicó un libro que pronto fue best-seller en toda la comunidad sociológica. Se llamaba La sociedad del riesgo (Risikogeselschaft) y detectaba la emergencia de amenazas crecientes vinculadas al proceso mismo de modernización avanzado. El ejemplo arquetípico del que usaba y abusaba era la nube tóxica de Chernobil o Harrisburg. Sus tesis me parecieron no poco exageradas, pero el tiempo, sin embargo, le está dando la razón.

¿Qué tienen en común todos estos fenómenos? La humanidad ha vivido históricamente atenazada por la naturaleza. Enfermedades, sequías, plagas, inundaciones, erupciones, cuyo impacto local era considerable sobre sociedades que vivían aisladas y muy dependientes de su entorno inmediato. Pero ya no vivimos en entornos naturales sino sociales, dependemos más de las largas cadenas de interacciones que nos vincula con todo el mundo que de las cortas que nos atan al entorno inmediato. Y así, sobre los antiguos peligros, en buena medida controlados, aparecen los nuevos riesgos que son consecuencia indirecta de nuestra propia conducta. Y que, por lo tanto, podrían haber sido evitados. Esta es la gran diferencia: no es la naturaleza la que nos agrede; somos nosotros los agresores de ella y, de rebote, de nosotros mismos.

Y en segundo lugar, son casi siempre consecuencias no intencionadas de la propia ciencia y la tecnología. Como aprendices de brujo, tras comer del árbol de la ciencia hemos desatado fuerzas que no somos capaces de prever. La ciencia, remedio para todos los males, se transforma ella misma en fuente de males y el mito de Frankenstein se reverdece. El uranio como fuente de energía atómica fue la gran esperanza de los años sesenta; hoy es un serio problema y lo que iba a ser una 'guerra limpia' -¿lo recuerdan?- resulta ser la más sucia que podíamos imaginar. No es de sorprender pues que la población desconfíe más y más de la ciencia. Hace pocos años se les preguntó a los españoles si comerían patatas transgénicas; un 60% dijo que no. Se les preguntó entonces si comerían esas patatas si fueran mucho más baratas. Los 'no' subieron casi al 90%.

Todo ello es bastante cierto aunque también bastante discutible y el terremoto de El Salvador muestra que estamos lejos de controlar la naturaleza. Pero lo que no es discutible es la complejidad de los nuevos problemas, preñados de componentes científicos o técnicos que dan lugar a oscuros informes contradictorios con soluciones que se parecen demasiado al problema original, lo que acrecienta la desconfianza del ciudadano e inhibe la acción de los gobiernos. La tentación de negar la evidencia o arrojar la culpa al de al lado es así manifiesta. Junto a la globalización, de la que son consecuencia, los nuevos riesgos incrementan el déficit de gobernabilidad y la desconfianza hacia los políticos que, simplemente, no saben bien qué hacer.

De modo que acabamos de terminar la modernización de España y cuando aun estamos celebrando (sin parar, por cierto) el jolgorio de haber llegado, henos aquí que nos topamos de frente, no ya con los problemas de la modernidad ausente sino con los de la postmodernidad bien presente. Bienvenidos sean si con ellos recuperamos el nervio, dejamos de celebrar el pasado y comenzamos a mirar el futuro. Esto también es Europa, señores.

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