Invasión de clones
Año 2001. Liga ACB. Una clase de jugadores se está adueñando del planeta baloncestístico. Miden dos metros, centímetro arriba, centímetro abajo; pesan cerca de 100 kilogramos y lucen una musculatura atlética.
Vienen de serie con un equipamiento base bastante completo (ciertos recursos técnicos y suficiente movilidad) y algunos traen extras como el tiro exterior o los movimientos de espaldas a la canasta, pero son los menos. Pueden proceder de cualquier sitio, aunque en los últimos tiempos está de moda los del Este europeo.
Corren, saltan, chocan como un tren de mercancías, defienden usando su cuerpo como una pared de cemento y su comportamiento es militar, pelo incluido. Reciben órdenes y las cumplen. Dan la sensación a veces de que ni sienten ni padecen.
Su imparable aumento en el número de ejemplares que pueblan nuestra Liga ha provocado la lógica transformación de equipos de diferente pelaje en otros de difícil diferenciación. En estas plantillas no hay generales, salvo el entrenador. Todo el mundo es tropa. Nadie es imprescindible; aspecto coherente, pues ningún jugador de esta clase lo es.
Con cada vez más jugadores que parecen salidos de un laboratorio especialista en clonaciones lo más lógico es que con frecuencia asistamos a partidos como el Tau-Real Madrid del pasado sábado. Encuentros en los que mandan las defensas, las zonas cercanas al aro son campos minados donde te pueden descoyuntar el cuerpo a poco que te descuides o no seas un jugador tipo, sufren los tiradores para zafarse de pegajosos marcajes y los entrenadores manejan más de lo deseable. Partidos en los que asistimos a un carrusel de cambios que, en su mayoría, no producen grandes alteraciones, ya que una de las cualidades de estos jugadores es su facilidad para ser reemplazados unos por otros sin que el conjunto lo acuse.
Esta homogeneización no resulta lo más peligroso del asunto. Al contrario, cualquier equipo que se precie y aspire a algo debe contar con dos o tres en sus filas si no quiere que lo saquen a gorrazos del campo.
Lo peor es observar que la corriente clónica puede arrastrar a los jugadores diferentes, aquéllos llamados a ofrecer algo más que una exhibición de pundonor, cualidades atléticas y esfuerzo ininterrumpido. O, simplemente, los hace desaparecer de la escena.
En Vitoria se juntaron buenos talentos baloncestísticos. Salvo Alberto Angulo, los restantes no pasaron de ser meros actores secundarios. En estas condiciones siempre asistiremos a grandes luchas, tremendas peleas, derroches de facultades. Pero el que quiera brillo y espectáculo, parafraseando a Clemente, entusiasta de la clonación deportiva, tendrá que irse al circo.
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