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Las barbas del vecino

Aconseja el refrán que cuando veas las barbas de tu vecino cortar, pongas las tuyas a remojar. Algo de esto ha sucedido en Murcia y convendría que sus vecinos, los valencianos, hiciésemos algo para encarar el problema de la inmigración con un mínimo de sentido común. Todos hemos podido ver por televisión la caravana de inmigrantes ecuatorianos que se dirigían a la sede del gobierno regional en demanda de documentos legales y de medidas administrativas encaminadas a regularizar su situación. También hemos asistido, impotentes, a la entrada en vigor de la Ley de Extranjería y, estupefactos, a la reforma del Foro de la Inmigración. No quisiera aprovechar la ocasión para escribir un artículo meramente político. No me gustan las medidas que está tomando el gobierno de Madrid, pero no apostaría ni un duro por las que en su lugar habría tomado un gobierno de otro signo. Todos sabemos que predicar no es dar trigo. En el fondo, lo que pasa es que España no es un país acostumbrado a recibir inmigrantes. Al fin y al cabo, no dejamos de ser nuevos ricos que adoptan en esto, como en muchas otras cosas, una actitud primaria y paleta. Personalmente tuve de joven la ocasión de conocer el ambiente de los inmigrantes españoles -sí, españoles- en Alemania. Más tarde he podido asomarme a lo que ocurre en Francia o en Inglaterra. No hay color. Los alemanes han acogido a millones de turcos, los franceses a millones de magrebíes, los ingleses a millones de indostánicos. No hay color, repito. Con independencia de los inevitables brotes racistas, los gobiernos y la sociedad civil de estos países han respondido con civismo. Los inmigrantes llegan con papeles, son alojados en condiciones humanas, se les asegura la sanidad, la educación y un salario digno, parangonable al de los nacionales que ocupan el mismo puesto de trabajo. Por esto y sólo por esto fue posible el llamado milagro español de los sesenta y de los setenta. Porque nuestros emigrantes pudieron ahorrar dinero y enviarlo a España, porque se acostumbraron a una nueva manera de vivir -democrática, culta y refinada- y porque sus hijos recibieron una educación esmerada que a su regreso les permitó copar los puestos intermedios en todas las escalas laborales. Con la emigración España logró saldar dos siglos negros de su historia entrando en la modernidad: y es que en aquel exilio laboral forzado se había forjado una enorme clase media.

No somos mejores que ellos. Tampoco peores. Simplemente sucede que ellos se fueron acostumbrando a recibir emigrantes y nosotros no. Para cuando Inglaterra y Francia empiezan a incorporar extranjeros, ya llevan un siglo largo conviviendo con ellos -y explotándolos, no hay que olvidarlo- en todos los rincones de sus respectivos imperios coloniales. Por otras razones, Alemania, sometida al tremendo trauma de la guerra y a la vergüenza de tener que asumir el nazismo como parte de su historia, recibe a los emigrantes de la postguerra con mayor atención si cabe que aquéllas. Pero España no recibía inmigrantes desde la Edad Media. Al contrario, lo único que ha sabido hacer desde entonces es expulsarlos -primero a los judíos, luego a los moriscos-, al tiempo que siglo tras siglo sus ciudadanos más desfavorecidos -casi todos- fueron engrosando el censo de América. Así que lo que ocurre ahora va más allá de las desafortunadas medidas de nuestros gobernantes. Si hacen lo que hacen es porque lo contrario les acarrearía un coste electoral, ¡para qué vamos a engañarnos! El problema de los emigrantes sólo es 'su' problema por delegación, pero realmente constituye 'nuestro' problema, el problema derivado de nuestras actitudes xenófobas y ombliguistas.

No todas las regiones se hallan en la misma situación. La conciencia colectiva es muy importante. Todos los humanos somos emigrantes, descendemos de gentes de raza negra que emigraron del Africa oriental hace 150.000 años. Un suspiro como quien dice. Pero se nos ha olvidado. Todos los españoles descendemos a su vez de emigrantes. También se nos ha olvidado. Probablemente muchos problemas políticos modernos no se plantearían si se tuviese claro que, según revelan recientes cotejos practicados en muestras de ADN mitocondrial, todos los europeos estamos emparentados de cerca, incluidos los que se creen distintos y hasta lo proclaman orgullosos en los medios de comunicación.

Sin embargo, los valencianos tenemos menos motivos que nadie para olvidar que somos emigrantes. Hay ciudades, como Barcelona, en las que la masiva afluencia de inmigrantes, ya desde fines del siglo XIX, ha ido creando un modelo de convivencia que recuerda los modelos aludidos arriba. Mas en la Comunidad Valenciana, aunque no con tanta intensidad, el fenómeno migratorio es más antiguo, se produce en todos los periodos de su historia y afecta a todas sus comarcas. En realidad, es difícil encontrar un valenciano que no tenga frondosas ramas de inmigrantes en su árbol genealógico: romanos en época antigua, bereberes que llegan en la alta Edad Media, catalanes que lo hacen en la baja, italianos que se dejan caer en los siglos XVI y XVII, aragoneses que afluyen durante el XIX hasta vaciar la provincia de Teruel, castellanos y andaluces que arriban masivamente en el XX. La cultura valenciana es el producto de todos ellos y lo es al poco tiempo de su llegada: ¡qué tiene de particular que ahora la integren también gentes de procedencia magrebí, europea oriental o hispanoamericana?

Uno quisiera que nuestros gobernantes, nuestros empresarios y nuestras gentes obraran en este aspecto como valencianos antes que como españoles sin más. Un tópico autonomista muy en boga es el de la -relativa- independencia de ciertos comportamientos respecto al gobierno central. Así se nos quiere vender un nuevo modelo de financiación autonómica, por ejemplo. De acuerdo, corresponde a la tradición federalista valenciana, la de la Corona de Aragón. Pero el melting pot también es una tradición valenciana. En la medida en que se sepan hallar subterfugios para encontrar una vía propia que haga más llevadera la emigración a quienes, inevitablemente, seguirán llegando en los próximos años, este periodo de la historia valenciana pasará a los anales como exponente de la responsabilidad o como fruto de la ignominia. Desde el minúsculo ayuntamiento que habilita dormitorios dignos para los recién llegados hasta la Delegación del Gobierno que expide los papeles con generosidad y pasando por los empresarios que contratan. Todos podemos hacer algo. Incluidos los ciudadanos que en el metro miran sonrientes a un emigrante que se sienta a su lado, en vez de desviar la mirada o, incluso, sentarse en otro sitio. Es una tarea de todos. Por eso, todos deberemos rendir cuentas ante nuestra conciencia. La histórica y la otra.

García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. angel.lopez@uv.es

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Ángel López

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