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Instrumentalización política

Fernando Savater

En algunas de sus siempre inspiradas e inspiradoras páginas, Hanna Arendt observó que la paradoja de los más reputados pensadores políticos occidentales estriba en que, la mayor parte de las veces, no teorizan sobre cómo hacer mejor política, sino sobre cómo acabar de una vez con la política: llámase a ese exaltante desenlace la perfecta República, Utopía, el final de la historia o el paso revolucionarios del gobierno de los hombres a la administración de las cosas. La política es un pugilato envilecedor, mezquino y estéril, donde sólo prospera lo peor de los peores; el anhelo más racional y más moral es prescindir definitivamente de ella, para que los humanos podamos por fin funcionar al unísono sin rencillas partidistas. Y sin rechistar.

En el País Vasco, créanlo o no, tenemos una plétora de pensadores políticos respetuosos con esa venerable tradición (y también con la mayoría de las demás, qué se le va a hacer). De modo que prefieren cualquier baldón, desde la malversación de fondos hasta la complicidad con el terrorismo, antes de que se les acuse de estar haciendo política. Nada puede ser más detestable a los ojos de la ciudadanía. Cuando aquí un responsable político quiere sacudirse de encima una crítica sin dar mayores explicaciones, le basta con decir que los que se la hacen están movidos por ambiciones políticas. El gobierno con mando en plaza desde eras inmemoriales denuncia constantemente el perverso compló de la oposición parlamentaria: ¡todo lo que dicen y lo que hacen va encaminado... a ganar las próximas elecciones! No se puede ser más canalla. ¡Cómo no les dará vergüenza! Denuncian abusos, señalan manipulaciones, protestan ante la ineficacia o la complicidad respecto a la violencia, pero no lo hacen por móviles altruistas como el amor a la humanidad o la piedad por los maltratados, sino por sucia concupiscencia de poder. ¡Con el pretexto de que los otros gobiernan mal, lo que en realidad quieren es llegar a gobernar ellos!

Me sonrojo al admitirlo, pero a mí no me parece del todo mal que los políticos denuncien la política equivocada de sus adversarios a fin de convencer así a los electores de que ellos podrían hacerlo mejor. Seguro que luego les toca sufrir el mismo trato, pero estoy resignado a vivir en tal perpetua discordia, que incluso considero democrática. De modo que la acusación gravísima de 'instrumentalización política electoral' no me convence como refutación definitiva de ningún reproche contra iniciativas políticas. Ni mucho menos estoy dispuesto a creerme que el lehendakari, los alcaldes o políticos de cualquier laya sólo propongan empeños 'morales o éticos' a la ciudadanía, tarea edificante para la que no se les ha elegido ni se les paga, y para la que dudo que tengan especiales calificaciones. Lo que tales próceres llevan a cabo es siempre política, a mucha honra, y como tal -sin caer en lo deshonroso- puede ser políticamente discutido. Que a veces moralmente también admita elogio o reproche me parece secundario, por lo menos en el nivel más público del debate.

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Consideremos el caso del concierto en homenaje a Ernest Lluch organizado por el alcalde de San Sebastián y el Gobierno vasco. Quienes hemos criticado los modos y el planteamiento de esta iniciativa nos vimos inmediatamente acusados de 'instrumentalización política', derogación proclamada tanto por los organizadores como por todo tipo de voluntarios, sea IU, Elkarri o, ay, Gesto por la Paz. Ya comprendo que poner objeciones al homenaje a una víctima del terrorismo no es tarea simpática y a mí me encanta caer simpático, como a ustedes o a cualquiera, pero no siempre es posible. De modo que seamos un poquito antipáticos, aunque espero que con buena causa. Lo que hemos cuestionado no son los méritos del homenajeado, sino la inoportuna estrechez personalizadora con la que se ha planteado el homenaje: quiero pensar que ni siquiera al propio Lluch le hubiese agradado. Se dice que existen precedentes, como el que se dedicó a Ordóñez o a Miguel Ángel Blanco. Yo asistí al de Ordóñez y no recuerdo haber visto allí a políticos que no fuesen del PP, salvo Bárbara Dürkhop y Kepa Aulestia; después del evento, hubo amigos socialistas que me reprocharon amistosamente haber asistido a lo que no podía ser más que un acto 'electoral' del PP. ¿Les extrañaría ahora que otros vean en el concierto dedicado a Lluch un acto electoral de Odón Elorza? Ya que para la ocasión se cuenta con la colaboración de nuestro admirable Orfeón Donostiarra, que va a compensar los minutos de silencio no guardados por otras víctimas cantando en recuerdo de ésta, y la aún más insólita del Gobierno vasco -cuyas reticencias en el reconocimiento a víctimas que fuesen críticas con su gestión es de sobra conocida, tanto en el País Vasco como en Estrasburgo-, ¿no debía haberse aprovechado la convocatoria para dejar claro que no pretenden celebrarse en el Kursaal las respetables ideas de un asesinado, sino algo mucho más fundamentalmente respetable, el derecho a defender ésas o cualesquiera otras sin ser asesinado? ¿Es oportuna -o simplemente decente- hoy una discriminación semejante, sobre todo por parte de un alcalde tan polémicamente selectivo en sus ausencias y presencias?

Si de 'instrumentalizaciones políticas' se trata, me temo que pocas víctimas del terrorismo han sido instrumentalizadas con tanto entusiasmo y desde el primer día como Ernest Lluch. No me quejo de que algunos hayan aprovechado el momento luctuoso para proclamar su adhesión a las opiniones del finado -aunque no acierto a ver de qué manera su crimen contribuye a verificarlas en lugar de comprometerlas-, pero me extraña que luego se indignen porque otros, condenando de todo corazón la atrocidad cometida, sigan mostrando radical discrepancia con ellas. La palabra que el caso ha convertido en fetiche político es 'diálogo'. A mi juicio, instar al diálogo en un sistema democrático parlamentario es algo tan irrefutable y ocioso como encomiar a los peces las ventajas la natación. Incluso tiene mucho de ofensivo que, tras veinte años de democracia, se nos venga a recomendar el diálogo como algo inédito por los mismos que gracias a él tanto han obtenido y tanto tiempo hace que gobiernan a los vascos. Una de dos: o bien con 'diálogo' no se quiere expresar sino un piadoso deseo de concordia y un algo más impío pero muy comprensible hartazgo ('que se sienten a una mesa a ponerse de acuerdo y nos dejen a los demás en paz'), o bien se trata de insinuar que sería aconsejable pactar con el PNV alguna concesión semejante a lo exigido por ETA, de tal modo que se contentase un poco a la fiera sin ceder directamente en apariencia a sus imposiciones. No sé si el diálogo así entendido, junto a la convicción de que los opuestos al nacionalismo vasco sólo pueden ser herederos putativos de Millán Astray y de que los atentados contra el pluralismo en este país siempre vienen de Madrid y nunca de Vitoria o Barcelona, son parte del 'espíritu de Lluch': pero estoy seguro de que se trata de disparates mejor o peor intencionados.

Cuando los antipáticos nos quejamos de alguna instancia públicamente relevante, sea un distinguido periodista radiofónico, la enciclopedia Auñamendi o el acalde donostiarra, nos llueven las protestas: '¡Pretenden homologarme con los simpatizantes del terrorismo! ¡A mí, que tantas veces he formulado condenas a la violencia!'. Pero si un navajero me apuñala en el metro (de Bilbao, claro) y el médico que me atiende en urgencias me provoca luego una septicemia fatal -sea por negligencia o torpeza-, no considero injusto protestar contra él, pese a que su intención fuese mejor que la del navajero y no se le pueda acusar de complicidad con él. Lo cierto es que entre el uno y el otro me han hecho la pascua..., pero el segundo además me regaña por ponerle en cuestión.

Mientras escribo estas líneas, en ETB-1 pasan una antología de los mejores momentos del programa infantil Betizu, con público de diversos pueblos de Euskadi. En un escenario con la ikurriña al fondo, tres adolescentes improvisan una especie de rap. Todos llevan puesta la capucha del anorak y gafas oscuras (¿a qué me recuerda este atuendo?). El primero canta: 'Ez da batere erosoa españoleen artean bizi izaeta...' ('No es cómodo tener que vivir entre los españoles'). El segundo proclama que 'el castellano sube y aumenta, el euskera baja; no puede ser, en Euskadi sólo se debe hablar euskera'. El público, formado por niños de 10 a 12 años, asiste a la actuación con atención, pero sin demasiado júbilo, salvo una monja que en primera fila baila al ritmo de la copla y anima a los pequeños que debe de haber traído con ella. Me pregunto si seré la única persona en el País Vasco que está viendo el programa con alarma: ¿no habrá alguien en nuestras instituciones culturales, entre los nacionalistas, en Elkarri o quien sea que manifieste desagrado ante espectáculos inducidos como éste? Claro que, si lo hicieran, inmediatamente serían incluidos en la próxima lista de agresores contra el euskera. Más vale no arriesgarse. A la monja se le empieza a torcer ya un poco la toca con tanta agitación, pero un par de críos parecen más motivados y largan un berrido de apoyo al show. En fin, la formación de la nueva generación de dialogantes para el siglo XXI va por buen camino.

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

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