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LOS PROBLEMAS DE LOS INMIGRANTES
Columna
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Un feliz inconveniente

Josep Ramoneda

Dos imágenes coincidían en la prensa del miércoles: la consternación de la ministra alemana de Sanidad, obligada a dimitir por la mala gestión de la crisis de las vacas locas, y el cortejo sonriente entre el ministro de Agricultura y la ministra de Sanidad españoles, poniendo unas extemporáneas sonrisas a sus meteduras de pata. Son dos estilos: la gravedad y la frivolidad, la asunción de responsabilidades y el juego de las ocurrencias, el reconocimiento de un problema y la ligereza en la transmisión de información a la ciudadanía. Si a alguna cosa son extremadamente sensibles las acomodadas sociedades europeas es a todo lo que concierne a la salud, ya sea física o psíquica. Las boyantes industrias del cuerpo y del espíritu, del gimnasio a los libros de autoayuda, dan reiterada cuenta de ello, en una sociedad que vuelve a tener fantasías de inmortalidad.

Con todo, el verdadero asunto donde se pondrá a prueba el talento del Gobierno es la cuestión de la inmigración. Me permitirá Xavier Rubert que diga que la emigración es un feliz inconveniente. Una nueva realidad que modifica el entorno y que, aun generando incomodidades, acaba siendo mucho más beneficiosa que su contrario. El contrario sería, en este caso, la sociedad cerrada y endogámica, bobaliconamente feliz consigo misma, una tentación que en España, país poco beneficiado por las inmigraciones extranjeras y dado a las expulsiones y exclusiones, ha estado demasiado presente. Puede que a medio plazo la inmigración sea el revulsivo que esta sociedad necesita antes de columpiarse definitivamente en el culto al cuerpo y los manuales de urbanidad del alma y en el sálvese quien pueda, que es la consigna que emana de la ideología que en estos momentos pretende ser norma universal: la competitividad. Es obligación de los gobernantes contribuir a que el feliz inconveniente no derive en lamentable conflicto. Y para ello hay que hacer cultura democrática y no política policial.

El punto de partida debe ser el derecho a la inmigración y no la comprensión del rechazo. La inmigración es un derecho reconocido por la Declaración Universal de 1948. El ejercicio de todo derecho plantea problemas. Éste también. Cuando este derecho choca con los intereses -objetivos o subjetivos- de los ciudadanos de un país, los gobernantes acaban siempre decantándose del lado de éstos. Pero no por ello el derecho deja de existir. Los mismos gobernantes que nos sermonean a diario con la globalización y que cantan las excelencias reguladoras del mercado, llaman a la policía de fronteras cuando el mercado de trabajo atrae a ciudadanos de países más pobres hacia países más ricos. Se les llama y, al mismo tiempo, se les cierran las puertas. Y la manera de cerrarlas es creando esta categoría de ciudadanos fantasmas que son los ilegales. Están aquí, pero no existen. Trabajan, en una clandestinidad a la vista de todos, pero se les niegan derechos elementales. La figura del ilegal tiene dos consecuencias perversas: la estigmatización y la multiplicación de las conductas ilegales. Y sobre esta figura se teje la política de inmigración del Gobierno para la cual ha tenido que reformar la Ley de Extranjería en el sentido restrictivo de derechos que entrará en vigor este mismo mes.

Al señalar a determinados extranjeros -pobres, siempre- como ilegales se está dando carnaza y argumentos a aquellos que piensan que son portadores de todo tipo de desgracias y problemas. Idea que se ve reforzada con la cadena de ilegalidades que la negación de derechos genera. ¿Qué puede hacer un inmigrante ilegal? Vivir entre la miseria y la explotación de las mafias. Las conductas delictivas aparecen inmediatamente. Más todavía, cualquiera que se acerque a darles una mano -desde un sindicato a una ONG o simplemente una persona que quiera acogerles- está cometiendo una ilegalidad. Los problemas nunca se resuelven creando marañas de ilegalidad en su entorno. Y los inmigrantes, legales o no, seguirán viniendo mientras haya trabajo para ofrecerles. Palabras como avalancha o invasión utilizadas para justificar la reforma de la ley no sólo falsean la realidad, sino que alimentan todo tipo de temores: incluidos los siempre tenebrosos de la pérdida de identidad cultural, que es el discurso que más directamente conduce al rechazo, a la conversión del inconveniente en conflicto.

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