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Columna
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Atrapados

La Navidad y los fastos paganos que la acompañan apenas dejaban ver en la lejanía de un paisaje cada vez más próximo que el horror continúa y que los jinetes del Apocalipsis no se han tomado respiro. En plena orgía del consumo, merodeando por los exultantes banquetes gastronómicos de la ciudadanía, la peste que se cierne sobre las terneras en edad de merecer, los bichos que reparten legionella letal no se sabe bien desde donde agazapados, las primeras e inútiles bajas civiles de las gloriosas y expeditivas batallas contra el tirano serbio y el mea culpa de los militares chilenos por los crímenes cometidos en la era Pinochet apenas fueron óbice para la ataraxia programada de millones de almas, entre ellas las de este pueblo vividor y sufridor como pocos que es el valenciano.

Bendecidos por la descomunal y desigual suerte de la Lotería en las escalinatas de la Navidad, excelentemente colocados en el ranking estatal de la ludopatía políticamente correcta, llegaron los Reyes Magos de Oriente, que aquí siempre fueron de Occidente, nos trajeron un tren, como a tantos niños de estas casas, que, paradójicamente, tal como sueñan a menudo los chicos en la vigilia del asalto regio a los balcones viene con kilómetros de vía de más, a pesar de los muchos menos que les pedimos en discreta y humilde carta a Sus Majestades. Después de las fiestas, en la castiza cuesta de enero, que es un inhóspito lugar para redención de cínicos e irresponsables, tocados de buena fe, no bastante satisfechos con que nos asalten las rebajas con sus sabuesos al acecho de bolsillos esquilmados y se tuesten al calor de las evidencias las buenas intenciones de ese momento de gracia que las campanadas estratégicas proclaman, la realidad se expande de nuevo para advertirnos que ya está bien de dicha.

Para ese momento de la vuelta a lo obvio el parlamento, el de Madrid y el de Valencia se escapan exhaustos de sus tenidas presupuestarias de fin de año, de siglo y de milenio hacia el bosque protegido de unas oportunas vacaciones. El despertar tendrá lugar, pues, en ausencia de sus señorías, centrifugados de las cámaras hacia el asueto silencioso.

Las respuestas al horror que nos acecha, la suma total de los veinte días más pulcramente autistas del año, la cuenta de resultados se dilatarán hasta los primeros días de febrero. Para entonces quizás todos los malhumores ya no sean noticia y la normalidad de la insistencia de los males que nos aquejan se haya vuelto aburrida, sin interés y como heredera de la rutina que no cesa.

Ya no tendrá gracia preguntar por qué para ir de Valencia a Madrid hay que ir de excursión por la Meseta sur, como ya hacían nuestros abuelos y tatarabuelos, y como quizás haremos gente como yo, en edad provecta, justamente cuando estemos franqueando el umbral preciso en que los nietos te nombran descaradamente abuelo, y la vida empieza a contarse hacia atrás en un viaje sin velocidad al sitio desde donde viniste.

Y a pesar de todo, la preocupación más acuciante de no pocos agobiados está más en proponerse seriamente el tercer grado de una dieta espartana que en arrepentirse sinceramente de los excesos cometidos ante la mesa, la tarjeta de crédito y la triste realidad que subyacía en la molicie virtual servida por toda clase de vendedores de algo. Miro en las cajas de turrón a media asta supervivientes a mi cuota de autismo, y me descubro cínico, o atrapado.

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