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LA CRÓNICA
Columna
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¿Unas pochas, don Camilo?

A finales del siglo pasado, en los últimos meses, el escritor Quim Monzó apareció en televisión anunciando una mutua de asistencia sanitaria junto a la presentadora Mari Pau Huguet. Aunque se representara a sí mismo, en el anuncio Monzó explotaba su lado más canalla -le gustaban, decía, la noche, el marro, estar a 100 kilómetros del mar y una buena tempestad-, tal vez por esta razón algún espíritu sensible le criticó que se vendiera, o tal vez no, tal vez lo criticara por puritita envidia, porque una vez más el escritor había roto uno de los moldes de la literatura catalana: ese que atrapa al creador en un limbo de pureza gremial y lo preserva de una sociedad corrompida y enfermiza. También en el siglo pasado, unos años antes, Camilo José Cela salía por la tele comiéndose unas pochas a la salud de una guía de viajes y todos le reíamos la gracia, y Antonio Gala, con su bastón y esa sensibilidad rebosante, anunciaba sus propios libros en edición de quiosco y nadie se escandalizaba. Son casos aislados, es cierto, pero sería divertido que de repente el anuncio de Monzó generase una moda y todos los publicistas (seres miméticos donde los haya) acudieran a los escritores para vender sus productos: Porcel podría cantar las virtudes de una compañía marítima mediterránea y Maria de la Pau Janer haría ondear su melena al viento para anunciar una laca fijadora; Gimferrer nos vendería sombreros y bufandas y abrigos, e Isabel-Clara Simó sonreiría y nos aconsejaría un curso para Escribir y publicar en 10 lecciones.

Picasso, Van Gogh, Kafka, Dante, Lord Byron, Schiller... No es extraño que los escritores de renombre y los artistas más conspicuos aparezcan de vez en cuando como señuelo publicitario de calidad

La irrealidad se extiende sobre estas humildes propuestas hasta convertirlas en absurdas, pero lo cierto es que los escritores de renombre y los artistas más conspicuos también aparecen de vez en cuando como señuelo propagandístico o, si se quiere, como referente para una filosofía del producto -se me ha contagiado la verborrea de publicista-. No es extraño, sin embargo, que los pobres escritores -sobre todo si se trata de clásicos- terminen convirtiéndose en involuntarios ejemplos del kitsch, como esos ricos caramelos que se venden con el extraño nombre de Mozart. Hay casos y casos, pero es habitual que, en virtud del prestigio de un nombre, se mezclen los elementos más dispares: ¿qué tiene que ver, por ejemplo, Picasso con los coches? Pues que la casa Citroën, previo pago de unos royalties probablemente astronómicos, le dio ese nombre a uno de sus modelos, el Xsara Picasso, y para más recochineo, con la firma del pintor incluida en el regazo del vehículo. Leo Bassi, mente preclara, se encadenó a la puerta del Museo Picasso como protesta, pero los modelos Xsara siguen circulando impunemente por estos mundos de Dios. Otro artista que suele ser víctima del merchandising feroz es el pobre Van Gogh: miles de pósteres, puzzles y gadgets inútiles sacan partido de su obra y hasta de su triste vida. El grupo musical vasco La Oreja de Van Gogh, por ejemplo, parece buscar en el pintor un resquicio de reconocimiento intelectual, como si las orejas cercenadas oyeran algo. Otro cantar son el divertido grupo que les parodia (todavía sin disco): El Frenillo de Gauguin. En el ámbito musical, pues, son muchos los grupos que rinden homenaje con sus nombres: los ingleses Divine Comedy se llaman así por Dante, claro, y Cocteau Twins rinden tributo al escritor francés.

También los bares y restaurantes, de vez en cuando, se acuerdan de los escritores. El Gargantúa y Pantagruel invoca a los glotones personajes de Rabelais para reivindicar el gusto por la comida, y el Pitarra define con el sobrenombre del escritor toda una época. En cuanto a los bares, en Gracia el Salambô, que toma el nombre de la novela menos conocida de Flaubert, ofrece un ambiente cálido e intelectual (allí dentro uno se siente como más leído, más sabio), y el Kafka, frente al Born, ofrece comida árabe en un local que es la réplica exacta de un Kafka berlinés. Los pubs de estirpe inglesa barren para casa: en Vic existe una cervecería llamada Dickens, y en Barcelona una taberna irlandesa recuerda a Flann O'Brian, un escritor lamentablemente poco conocido entre nosotros. El sector alterne también tiene su cuota: los efluvios prohibidos (y taciturnos) del Lord Byron, aunque es cierto que al personaje, seductor y ambiguo, le caería mejor un bar de ambiente.

Como no podía ser de otra forma, la materia prima de los escritores -papel, pluma, silencio, whisky- también les tiene en cuenta: la casa Montblanc, por ejemplo, saca cada año un modelo exclusivo de pluma que rinde tributo a un clásico del que se celebre alguna efeméride: este año le ha tocado el turno a Schiller, padre de Guillermo Tell, y anteriormente lo consiguieron fenómenos como Dostoievski, Agatha Christie, Dumas y Proust.

Seguro que todos estos artistas traídos a colación soñaron alguna vez con la posteridad, pero aún es más cierto que nunca debieron de sospechar que su nombre -en neón, serigrafiado o simplemente pronunciado por unos labios sugerentes- sería el atractivo reclamo de un negocio.

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