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Columna
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Atropellos

Enrique Gil Calvo

Con su diseño paisajista de jardín inglés, el Parque del Oeste es quizá el más bello de Madrid. A lo largo de mi vida he podido frecuentarlo en diversas ocasiones, y siempre me ha cautivado su extraña melancolía solitaria. Pero últimamente se había llenado de vida popular a borbotones, cuando se convertía los jueves por la tarde en plaza mayor de la inmigrante colonia ecuatoriana, que acudía a celebrar ruidosas fiestas colectivas en torno a canchas de voleibol improvisadas. Así pude saborearlo mientras participé en El gabinete, la tertulia radiofónica que animaba Julia Otero antes de ser defenestrada por los hombres del Presidente, cuyo estudio madrileño daba vistas al lindante Parque del Oeste. Pero aquella continua fiesta ecuatoriana duró poco tiempo. En cuanto Aznar ganó en marzo pasado por mayoría absoluta, la ex juez María Tardón, concejal popular responsable del ramo, no tardó en expulsar de su parque a los ecuatorianos manu militari.

Por eso, tras el trágico atropello de Lorca, que ha puesto fin a tantas vidas ecuatorianas, no he podido menos que recordar aquel otro atropello moral del parque, que acabó con el poco consuelo festivo que compensaba la explotación de sus compatriotas. Sé que resulta demagógico aprovechar retóricamente las casualidades. Pero no puedo menos que identificarme con aquellos de mis semejantes que caen víctimas de un destino aciago que debiéramos someter a control. Ésa es la única justificación del orden político: la de dosificar una mínima violencia legítima para prevenir o reparar otra injusta violencia mayor. Pues bien, el actual orden político español está fallando, en la medida en que no está sabiendo evitar el atropello de los derechos de los inmigrantes, a los que se explota con cruenta pero rentable impunidad.

Y lo más preocupante no son las muestras de mal gobierno, que cada vez cunden con mayor frecuencia, sino las sospechas de complicidad con los empresarios que explotan la mano de obra clandestina. Este otro atropello político es mucho mayor, pues raya con el abuso de poder. ¿Se ha utilizado el rodillo parlamentario para entregar a los inmigrantes atados de pies y manos a los capataces agrarios, incentivando que los sometan a condiciones de servidumbre forzosa? Hasta ahora sospechábamos que las arbitrariedades de este Gobierno tenían por objeto recomponer la tasa de ganancia de la nueva clase empresarial del PP, ejemplificada por los llamados amigos de Rato que controlan políticamente el sector público privatizado. Pero ahora comenzamos a sospechar que sus atropellos también benefician a otros empresarios menos visibles pero más numerosos, predominantes en la base electoral del PP y que constituyen su clientela natural. Esa misma clase de empresarios, creo que también murcianos, ante quienes un ministro prometió que el Ebro se trasvasaría por los huevos de Aznar.

Esto no ha hecho más que empezar. El cheque en blanco firmado por los electores está siendo interpretado como una licencia para el atropello. Piénsese en el caso Liaño, chusco fantoche con el que se intenta poner de rodillas al poder judicial. Es el despotismo testicular, para el que hace falta bien poca valentía si se dispone de mayoría absoluta. Sobre todo cuando debido a otros atropellos se mantiene amordazada a la opinión pública, gracias al espurio control de los medios vasallos que le rinden pleitesía y que se multiplican por medio del BOE casi cada día. Todo ello mientras se coacciona y distrae al personal agitando la cabeza de turco de Arzalluz. Es la aplicación al pie de la letra de la espiral del silencio, teoría patentada por Elisabeth Noelle-Neumann que su sociólogo de guardia le ha soplado a Aznar. Así se puede incurrir en cualquier atropello sin temor al control ni a la crítica, exceptuados los consabidos ladridos que confirman la regla. Mientras tanto, cunde en Praga la rebelión de los periodistas, apoyados desde la calle por multitudes que manifiestan el celo de su civismo. ¿Y de qué protestan?: ¡de la sumisión al poder político que padece la televisión pública! Sugiero para ellos el Premio Príncipe de Asturias.

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